Llevaba un violin y una carpeta de partituras . Volvía a casa en autobus a media tarde, cuando ya había oscurecido. Un viernes mas, otro más, en el que había concluido la sesión con el remoto compañero musical de los últimos años, también jubilado, como él. Y no había más. Esa era toda su actividad recreativa. La raída parca que vestía le confería un semblante cercano a la invisibilidad Y así fue como despareció de mi vista al bajarse en su parada. Solo le esperaba la escalera de vecinos, reformada hacía cuarenta años, y la omnipresente soledad de su casa, en un tercero segunda con vistas a otras ventanas cerradas y débilmente iluminadas.
Alli se aposentaría frente al televisor hasta que la programación coagulase sus retinas y le matara otro pequeño grupo de neuronas. Una noche más. Luego vendría el día, que daría paso a otra noche. Siete lunas y de nuevo, en autobús, ida y vuelta, a la melancólica sesión de piano y violín. En esas justezas, andaba el hombre...viviendo hacia ninguna parte, sin darse cuenta que esa lenta desesperanza era la mas común de las enfermedades que sufren millones y millones de seres humanos: la enfermedad de la insignificancia.
La gran pandemia
No hay comentarios:
Publicar un comentario