Estos días, cuando terminaba de escribir la Memoria Anual del Servicio de Cirugía, me di cuenta de que estos cuarenta años como cirujano se han pasado volando, casi como un puente festivo. Es cierto que bien desglosados contienen innumerables horas de trabajo, miles de pacientes que aproximadamente rondarán los siete mil, pero al final pronto concluirá mi actividad profesional y todo se convertirá en historia, a ratos melancólica a ratos reflexiva en si misma. No quiero pronunciarme como un sentimental perdido porque sería incurrir en una grandilocuencia innecesaria. Sin líricas ni romanticismos hay que afrontar lo que han significado los años dedicados a la Medicina y convenir que nadie ni nada me deben un especial reconocimiento, más allá de los protocolos postreros a la sazón. En todo caso soy yo el que está en deuda con el ámbito de mi profesión porque he recibido más que suficiente para hacer bien las cosas encomendadas y tal vez no siempre he estado a la altura de las circunstancias. Ello merece una explicación autocrítica honesta.
Uno es fruto de su origen y de sus circunstancias, y en ese sentido no puedo quejarme. Criado en el seno de una buena familia, sin pasar estrecheces económicas, sin sufrir avatares psicológicos de ningún tipo, e inscrito en esa generación optimista del baby-boom. Formado en la mejor Universidad de sus tiempos, la Autónoma de Barcelona, y titulado como cirujano en el Hospital de la Santa Creu i Sant Pau. Todos eso me ha dado un importante caudal que excede, sin duda, lo que después he sabido hacer al respecto. Hay poco mérito en la gestión de lo recibido. Por decirlo de otra forma: no he sabido acrecentar la dote que tantos y tantos, desde mi familia hasta mis maestros, me han aportado. Creo que me ha faltado energía para capitalizar, en beneficio sobre todo de los pacientes y de mis compañeros de trabajo, ese legado vital tan generoso. Así que pido disculpas, de corazón, por mis errores, por mi escasa contribución a esta labor tan importante, y por mi falta de convicción en las metas, nunca alcanzadas con suficiencia, que a lo largo de estos años se han presentado.
Perdón por los pacientes que no he sabido tratar con éxito, algunos de ellos fallecidos por errores míos. Perdón por mi indolencia ante los problemas del entorno Perdón por los desaciertos en mis relaciones humanas y profesionales con las personas que han trabajado a mi lado. Finalmente, perdón a mis allegados y a mi familia por tantas faltas de sensibilidad.
De nada sirve ese "reconocido prestigio" que no significa nada más que cortesía ciudadana al uso desde la romanización de nuestra raza. Me voy del oficio dejando muchos cabos sin atar con una sola esperanza: ser relevado por otros mucho mejores que yo.
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