“1920”
Sitúense en una sala general de un hospital, allá por 1920. No se alejen del escenario, no se distraigan, no dejen que nadie les interrumpa. El frío, ese frío de diciembre que ya no es traidor, se siente en el aire diáfano de las bóvedas hospitalarias. Es el mismo que resquebraja las frágiles vidas de los ingresados durante el tortuoso diálogo con el dolor y el sufrimiento. El único calor viene de las almas quemando esperanzas, y quienes las conservan se acurrucan en su lecho blanco, bajo mantas raídas y sábanas tan ásperas como una soledad prescrita. Quien dijo -alguna vez- que la enfermedad era el lujo del pobre, destilaba sarcasmo. Sufrir fue siempre innegociable.
- Madre, mañana es usted la primera en ir a la sala de operaciones. Ya ve que suerte ha tenido. Seguro que su enfermedad es muy tenida en cuenta por los médicos que la atienden, y eso... es un gran qué. No tendrá que esperar. Justo después de recibir la Comunión la llevarán y, allí, el cirujano la estará esperando. No tardarán demasiado, y después de un corto sueño la operación habrá terminado.
Con una mirada penetrante la anciana responde. Estamos, recuérdenlo, en 1920. Balbucea unas sílabas ininteligibles. Son tiempos de extraña miseria. Hay luz en las calles, en las casas, en los comercios. Corre la electricidad que tanto puede y que tanto ilumina, pero la vida sigue moviéndose a vapor, como las fábricas y las locomotoras. Es casi Navidad. La tradición alegra el frío intenso. Como si de un arranque se tratase, tras su entrecortada dicción y como un más allá de su mirada, se explica lentamente.
- El dolor no se soporta. Esta pierna ya no es mi pierna, es como si un bocado de perro salvaje me clavase sus dientes día y noche. No me dan remedios, porque no tienen, porque no hay, o porque Dios lo quiere así. Tápame, hija, siento frío y el frío azuza aún más a ese lobo que muerde mi carne, lo noto hambriento y enloquecido, dispuesto a todo para satisfacer sus ansias y devorarme. Dí a los médicos que tengan cuidado con él cuando se acerquen a mi pierna con la sierra. Adviérteles que para dar muerte a mis huesos han de abatir primero a ese animal salvaje que me tiene prisionera de sus fauces desde hace tiempo.Tápame ahora y pídele láudano a la Hermana, si quiere oírte y se compadece de mí.
La Hermana, con hábito almidonado, se aproxima al lecho, pero no trae nada en sus manos. La anciana se aflige. La monja, secamente, le dice que la noche previa a la operación está prohibido administrar calmantes a los enfermos. Erguida, a los pies de la cama, la mira con autoridad. Es la mismísima autoridad que decide unas horas más de sufrimiento bajo un halo de rigor, que no consuela pero que hace enmudecer. Silencio entre voces ceceantes por respeto a tantas mujeres que gimen en la hilera de camas, quince frente a quince, todas bajo la advocación de San Cosme y San Damián que observan desde el rosetón oscuro a las siervas enfermas. El cielo nos espera a todos, le dice la Hermana, a todos cuantos conservan la fe en Cristo. Y añade... que... ofrezca ese dolor a Dios... que tanto sufrió por todos en la Santa Cruz.
- Entonces tráigame un consuelo del Cielo, pero que me quite este dolor salvaje, y que baje un ángel con espada para matar a este lobo que me desgarra la pierna..
La Hermana se santigua. Mira a la hija de la anciana que, ruborosa, no dice nada, y esa mirada torva somete el semblante de la joven. Todo son símbolos. Los gestos, los suspiros, las palabras, los silencios. Es simbólico hasta el hospital, es simbólica la añoranza de la salud perdida. Es simbólico el vago recuerdo de los primeros síntomas al caminar por la calle y detenerse en la esquina por el entumecimiento y el calambre en sus piernas. Es simbólico el rostro amable de San Cosme y el rostro docto de San Damián. Recuerden el año. Es simbólico el gran cementerio que es Europa tras la gran guerra, desde el que millones de almas han partido al cielo o al infierno para siempre. Y la Navidad, con electricidad incluso, es simbólica. Los villancicos son el testigo lejano de la paz. ¿Paz?. Sí, paz tras una terrible guerra, paz que envía el Señor a los supervivientes fratricidas de buena voluntad, cuyos padres y abuelos, antaño, levantaron catedrales en su gloria y loaron como nadie su santidad en partituras memorables, Pero el frío, el hambre, el dolor y la muerte, no simbolizan nada, son el supremo fracaso de todo y de todos. No hay consuelo para una mujeruca que agoniza en la noche previa a su última esperanza. La Hermana se va, y le ordena rezar.
- Rezaremos, Madre, como dice la Hermana. Rezaremos el Santo Rosario y usted se aliviará. Hoy... son Misterios de... dolor. Comencemos
El dolor si es un misterio. Es el gran misterio de todos los tiempos al que nadie se atreve a combatir con decisión, porque todos le temen, porque lo envía Dios, o porque su negocio se establece con crudeza comercial. Si la noche hablara... Si miles de noches hablaran del dolor. Bien podría llegar algún día un Salvador renovado que trajese el remedio del dolor para todos los hijos de Dios. Sin duda que sería adorado por moros y cristianos, paganos y pecadores, todos profesarían su fe, todos unidos. Y vendrá, tiene que venir por fuerza, una noche clara alumbrado por las estrellas para iluminar la oscuridad de las pupilas abiertas como puertas al infierno de quienes sufren, y entornarlas suavemente, y cambiar el grito por la sonrisa. Ese es el consuelo con el que, de alguna forma, ahora sueña la anciana sepultada bajo las mantas y que jamás llegará a ver. No reza nada, mueve sus labios por inercia, y su hija, morena y bajita, pasa las cuentas del rosario hasta que, de pronto, interrumpe el simulacro místico y le hace una promesa.
- Hija, si vivo, te contaré un secreto. No es nada extraño, ni horrible. Pertenece al pasado, a un pasado lejano que ya se ha borrado. Pero es mi único secreto y... te lo revelaré porque tiene que ver con las dos. En ocasiones las verdades piden, por ellas mismas, que les demos refugio y las ocultemos, no por maldad sino por bondad. No te inquietes por estas palabras que contienen solo prudencia y sentimiento. Mi pierna arde pero mi cabeza rige, aunque malamente.
Cerca de acontecimientos graves se puede experimentar un deseo compulsivo de abrir todas las ventanas del alma, y dejar que vuelen las aves misteriosas de lo más reservado y oculto, como si un mandato de legalidad obligara con energía, para echar cuentas a toda prisa o para evadirse de ciertas cargas en el más allá. La cuestión, en esa noche de diciembre de 1920, es que la cancela del secreto se levanta lentamente en la tupida red del dolor y con la finitud próxima.
Suenan los primeros compases de la Sinfonía numero 1 de Brahms en el gran teatro. Acomodado en el palco, el cirujano repasa entre los acordes impecables de la música más bella compuesta por el más grande de los músicos del siglo XIX sus tareas del día siguiente. A medida que la sinfonía se eleva, desde el adagio al allegro ma non tropo, el ritmo se dulcifica. Ciertamente en esta parte de la obra hay algunos parecidos con el Himno a la Alegría de Beethoven, pero es la cosecha necesaria que Johannes recoge de su maestro para convertirse en gloria inmortal, como si de un agua milagrosa, bebida en la fuente de lo excelso, se tratase. Sin que nadie lo sepa, por ahora, otros harán lo mismo, casi un siglo después, para alcanzar la fama, aunque más desaseadamente y con la Danza húngara número cinco. El progreso camina raudo y veloz por la senda desde el Romanticismo sin que nadie lo detenga. Mañana le aguarda el quirófano que también participa a lo lejos de esa música espléndida, como un continuum inseparable. Estamos en 1920, aun existen criados de librea y coches de caballos, farolas de gas, y cuellos duros, pero algo trasciende para bien y para mal. Nada parece estarse quieto, la calle se agita como en una pesadilla, y surgen movimientos acalorados en medio de tanto frío. Él, entre tanto, se deleita con otros movimientos, los orquestales, que le sugieren una forma de inteligencia quirúrgica y musical. Asume que, después de la fractura ideológica de los últimos cien años, la ciencia es música y la música es ciencia. Se convence de ello al recordar que el destino de los grandes hombres así lo ha atestiguado. Brahms y Billroth fueron amigos. En tardes frías, pero caldeadas por hogares bien alimentados, los dos tocaban juntos las partituras del gran músico. La habilidad de Theodor con las tijeras y el porta agujas se explayaba sobre las teclas del piano, en Viena, y una nueva dimensión del virtuosismo había nacido. Sin duda, piensa, ese es el único camino hacia la perfección: una teoría que unifique toda la belleza. También tiene nociones de que otros personajes buscan lo mismo desde otras perspectivas, con sesudas ecuaciones sobre la energía y el mundo de lo invisible, aproximándose a lo divino. La noche le colma de placer interior al abrigo de toda miseria, de todo desencanto, de toda frustración. Está en 1920. Los aplausos estallan en el teatro cuando el último compás del sobrecogedor final de la Sinfonía se extingue. Puesto en pie, como todos los asistentes al concierto, entona bravos repetidamente. Para él, el mundo, en ese momento, es el mismísimo paraíso.
El día amanece oscuro y muy frío. Por las calles, tumultuosas algaradas de obreros son duramente reprimidas por las fuerzas de orden público que tratan de contrarrestar la violencia de los descamisados con mayor violencia. Cierran los comercios que, como siempre, han abierto después del alba. Las tabernas están vacías, y ni siquiera los carreteros se sientan en las cochambrosas mesas manchadas de vino. A lo lejos, en el hospital, un nuevo día comienza ajeno a tanto vocifero. La sala de operaciones se ilumina para iniciar la sesión. Concurren el lento trasiego de monjas y el rudo empuje de los mozos transportando enfermos en camilla. Y los cirujanos, con sus ayudantes van llegando. Los preparativos no tienen mesura, pero el silencio domina. Poco a poco los quirófanos van poblándose como una nueva galaxia en expansión, y entre todo aquel ir y venir se aguarda a la primera paciente anotada en la pizarra con impecable letra inglesa. Son casi las ocho. A lo lejos se oyen algunos cañonazos que enseguida cesan. Nadie se inmuta, porque aquel mundo, aparentemente, existe a pesar del otro. Dan las ocho de un veinte de diciembre de 1920, y la primera enferma no ha llegado.
Envuelto ya en su bata quirúrgica enciende un cigarro y exhala una voluta circular que como un planeta trémulo se eleva hacia el techo de la sala de operaciones. Recuerda la noche anterior y se complace de nuevo. Piensa en sus cosas. Ese año August Krogh ha sido galardonado con el Premio Nobel de Medicina, pero lo más grande es que con su mujer, en Dinamarca, van a fabricar en breve insulina. Muerte a la diabetes. Se emociona con grandilocuencia... ”estamos cerca del éxito total”. El mundo ha sido transformado, y nada ni nadie podrá alterar el fin del sufrimiento y de la enfermedad. Estaba escrito, la inteligencia ha triunfado, a partir de ahora la Humanidad no se lamentará, las guerras no reaparecerán, el triunfo de la ciencia impondrá un nuevo orden mundial, y la política será meramente el probo funcionario que administre los bienes que la ciencia producirá. La conjunción de la belleza, el arte y los conocimientos dictarán el futuro. Y... Dios... ¿Dios?. Dios puede seguir en las Iglesias, ¿por qué no?. No creo que a Dios le interese mucho la Ciencia. La Ciencia es cosa de los hombres, exclusivamente, y los altares no son precisamente un laboratorio. Mira el frontispicio del quirófano y se cruza con la mirada del Arcángel San Gabriel, tallado en piedra. Siente una leve inquietud y apaga su cigarro. Ya son las ocho y cuarto.
- Hermana ¿qué pasa con la primera enferma?. Todo está dispuesto y no la han traído. Se hará tarde para todo lo demás. Averigüe que ha pasado.
La noche no avanza y el dolor tampoco se acuesta. Dan las dos. La hija dormita en una silla junto a su madre que apenas se mueve. Lentas las horas y lentas las campanadas. En la espera toda magnitud se hace lenta. Lentos los gemidos, los bostezos, los pasos de los camilleros que vienen a llevarse a una difunta reciente. La muerte es también lenta en aquella noche tan larga. Sin hacer ningún ruido la anciana desliza su mano, a eso de las dos y media, hasta el regazo de su hija, quien sobresaltada da un respingo. La estrecha y dirigiéndose a su rostro en penumbra le habla con voz muy cansada.
-Ya no queda casi nada para librarme de este mal. Cerca está mi final, y por fin derrotaré a ese salvaje que me hace daño sin cesar. No sé a donde voy, ni sé quien me espera, pero... voy a vencer al dolor, y eso me reconforta.
Toda la angustia ya es de aquella hija que asiste al último momento, la anciana se ha tornado solemne, distante a su mal, lúcida como nunca. Sabe que en vano la aguardarán mañana en la sala de operaciones, jamás llegará ese momento. Su oportunidad ha sido cancelada, no la tiene, no la tendrá. Bajo los altos techos de la sala irrumpe un tenue destello que apenas dura un segundo. Una lluvia de estrellas ha filtrado su resplandor por los ventanales. Puede ser casualidad, puede ser una señal, puede no ser nada, pero esa luz fosforescente ha iluminado sus ojos marchitos. La mano aprieta y quiere asirse al último eslabón de ternura que le queda en este mundo. El tiempo parpadea, el corazón se enlentece. La mano deja de apretar. Ya no hay más dolor.
Nadie guardará memoria de esta historia. La anciana se extraviará por un lugar que desconoce. El cirujano aguardará en vano, recreándose en los soliloquios más hedonistas. La hija morena y bajita, llorará sin conocer el secreto. Lo humano y lo divino seguirán sin sentarse a hablar a cara a cara. Todas las previsiones de paz se esfumarán. La música de Brahms se convertirá en leyenda y la profecía de Mary Shelley se hará realidad. La caja de Pandora ya ha sido descerrajada y muchas manos se aprestan a saquearla. Correrá el tiempo del excéntrico siglo XX. El ser humano soportará su propio destino y empezará a preguntarse si en verdad Dios o la Ciencia son sus auténticos valedores.
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Precioso y muy emotivo!!!!
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