UN TRAGO DE AGUA FRESCA
Su pronóstico era irreversible. Yacía en la cama, en estado preagónico, tras haber sido intervenido de un extenso tumor abdominal inextirpable, pero se hallaba consciente... muy consciente, y era evidente que aquella situación, por lo grotesca e indigna, no conducía más que a un lugar: a la muerte diferida a corto plazo. Así que en la soledad de su habitación, la otra cama vacía por las circunstancias del caso, decidimos acelerar su proceso final. Cargamos en una jeringa una dosis muy alta de meperidina y se la inyectamos en la vía venosa. No sucedió nada, nada de lo esperado. A los 2 minutos balbuceó con voz algo gangosa: “doctores, tengo ganas de beber agua fresca de la montaña”. Nosotros quedamos perplejos y algo abochornados por el fracaso de la medida, más bien con su intención. Éramos médicos bisoños, casi recién escudillados, y nuestros conocimientos de los límites farmacológicos de los mórficos todavía eran precarios. No sabíamos matar. Así que doblamos la dosis y volvimos a inyectarla. El enfermo entró en un sueño profundo, estertoroso, y en ese silencio, solo roto por sus lentas inspiraciones, salimos de la habitación. Aproximadamente a las dos horas, la enfermera nos llamó para certificar el fallecimiento. De esto hace más de treinta años, pero sigo recordándolo cíclicamente, ahora muy a menudo. Confío en que el presunto delito haya prescrito, o tal vez me tenga que enfrentar, por esta declaración, a un proceso judicial. Ni lo sé ni me importa. Lo que sí me importa es que muchos años después sigue la polémica sobre la eutanasia, y que ni la sociedad ni los gobiernos ni yo mismo hemos conseguido aclararnos todavía.
Algo hicieron aquellas dosis de meperidina por vía intravenosa, pero ni siquiera hoy tengo la certeza de que le provocasen directamente la muerte al paciente, o si falleció porque tenía que fallecer como punto final a su máximo estado de entropía, como diría un experto en biotermodinámica. Me he ido convenciendo, a lo largo de los años, de que los seres vivos somos extremadamente frágiles, de que vivimos como por casualidad. Ni creacionistas ni evolucionistas, en sus ideologías, tienen la clave de nada, porque cualquier tesis argumentada de nuestra existencia solo sirve como elemento definitorio, no como esclarecimiento del auténtico misterio de la vida. En las postrimerías del año 900 de nuestra Era, los milenaristas sobrecogieron con su Anticristo al mundo cristiano, en 1938 Orson Wells, desde la radio, asustó a Estados Unidos una noche con la guerra de los mundos, y ahora los pseudo profetas del ecologismo acojonan con el calentamiento climático y la desertización, amén de otras calamidades. Pero lo cierto es que calamidades siempre las ha habido, y falsos profetas también, nociones que se eluden cuando la idea es morbosamente atractiva y alimenta, equivocadamente, la transferencia de nuestras psicosis colectivas a un chivo expiatorio. Por situar las cosas... nuestra vida, en tiempo real, es menos que una gota de agua en todos los mares de nuestro planeta, pero se expande, egocéntricamente, como un absoluto sin dimensiones. ¿Saben que les digo?, que la posesión de la vida solo se rige por nuestro entorno más positivo, y por nada más. Cuando llegan las mal dadas, que siempre llegan, hay que apurar la copa y tratar de salir, exitus, con la mayor sencillez posible. Los médicos lo comprobamos a diario, sin llevarnos toda la emoción ajena a nuestras cabezas porque de lo contrario seríamos victimas de una depresión tan profunda que acabaría con nosotros en poco tiempo. Sabemos todos, médicos y no médicos, que hay que aliviar los sufrimientos del prójimo y los propios por instinto, como un pacto ontológico de primera magnitud aunque con criterio de oportunidad. Aliviar si, por supuesto, pero de ahí a secularizar normativas jurídicas, sin amplio consenso social, media nada menos que la mismísima conciencia de muchos ciudadanos.
Nunca se me ocurriría, a título personal, aparecer en un programa de televisión reclamando una supuesta muerte digna, es lo más grotesco que se puede hacer como última voluntad. Supongo que me las arreglaría para no sufrir, sin molestar demasiado a nadie, e incluso admito que recurriese a alguna forma de eutanasia, en familia, o con ayuda de amigos que no buscan protagonismo mediático. Me gustaría irme con el calor de seres humanos pero no en el rigor de una ley aprobada en un Parlamento que para nada representa la intimidad de todos y cada uno de los ciudadanos, al tratarse de algo más que trascendente: el fin de la existencia. En estas cuestiones no deberían entrar los sedicientes defensores del ser humano, laicos o religiosos, u oportunistas, los mismos que venden armas para la paz, o quienes se equivocan ex profeso en la interpretacion de los libros sagrados, o los que escriben trapacerías y venden pocos libros.
Abolida la pena de muerte, ¿vamos a tener una gracia de muerte?. Si va a ser así, que sean los mismos que dirimen estas cuestiones en el Poder Legislativo quienes designen a un probo funcionario que de muerte oficial a quienes lo soliciten en uso de sus derechos legales, vistos los preceptos pertinentes, y con la firma del Ministro de Justicia, pero que excluyan de esa tarea a cuantos concedemos más que filantropía a nuestros pacientes. Que asuman el peso ético y moral de una futura ley de eutanasia, que se mojen proveyendo de los medios materiales, y humanos, para la aplicación de dicha ley, y que también dejen tranquilos a la inmensa mayoría de los ciudadanos que saben como asumir su existencia y sus vicisitudes.
Tengo la impresión de que la eutanasia oficializada es, si cabe, mucho más sombría y detestable que la pena de muerte e intuyo que, dentro de algunos años, un agudo cineasta rodará una película tan buena como El Verdugo, de García Berlanga, también en clave de humor, para desterrar el mismo absurdo de una ejecución. El film, podría titularse... El Eutanugo, y disculpen por el precipitado neologismo.
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Su pronóstico era irreversible. Yacía en la cama, en estado preagónico, tras haber sido intervenido de un extenso tumor abdominal inextirpable, pero se hallaba consciente... muy consciente, y era evidente que aquella situación, por lo grotesca e indigna, no conducía más que a un lugar: a la muerte diferida a corto plazo. Así que en la soledad de su habitación, la otra cama vacía por las circunstancias del caso, decidimos acelerar su proceso final. Cargamos en una jeringa una dosis muy alta de meperidina y se la inyectamos en la vía venosa. No sucedió nada, nada de lo esperado. A los 2 minutos balbuceó con voz algo gangosa: “doctores, tengo ganas de beber agua fresca de la montaña”. Nosotros quedamos perplejos y algo abochornados por el fracaso de la medida, más bien con su intención. Éramos médicos bisoños, casi recién escudillados, y nuestros conocimientos de los límites farmacológicos de los mórficos todavía eran precarios. No sabíamos matar. Así que doblamos la dosis y volvimos a inyectarla. El enfermo entró en un sueño profundo, estertoroso, y en ese silencio, solo roto por sus lentas inspiraciones, salimos de la habitación. Aproximadamente a las dos horas, la enfermera nos llamó para certificar el fallecimiento. De esto hace más de treinta años, pero sigo recordándolo cíclicamente, ahora muy a menudo. Confío en que el presunto delito haya prescrito, o tal vez me tenga que enfrentar, por esta declaración, a un proceso judicial. Ni lo sé ni me importa. Lo que sí me importa es que muchos años después sigue la polémica sobre la eutanasia, y que ni la sociedad ni los gobiernos ni yo mismo hemos conseguido aclararnos todavía.
Algo hicieron aquellas dosis de meperidina por vía intravenosa, pero ni siquiera hoy tengo la certeza de que le provocasen directamente la muerte al paciente, o si falleció porque tenía que fallecer como punto final a su máximo estado de entropía, como diría un experto en biotermodinámica. Me he ido convenciendo, a lo largo de los años, de que los seres vivos somos extremadamente frágiles, de que vivimos como por casualidad. Ni creacionistas ni evolucionistas, en sus ideologías, tienen la clave de nada, porque cualquier tesis argumentada de nuestra existencia solo sirve como elemento definitorio, no como esclarecimiento del auténtico misterio de la vida. En las postrimerías del año 900 de nuestra Era, los milenaristas sobrecogieron con su Anticristo al mundo cristiano, en 1938 Orson Wells, desde la radio, asustó a Estados Unidos una noche con la guerra de los mundos, y ahora los pseudo profetas del ecologismo acojonan con el calentamiento climático y la desertización, amén de otras calamidades. Pero lo cierto es que calamidades siempre las ha habido, y falsos profetas también, nociones que se eluden cuando la idea es morbosamente atractiva y alimenta, equivocadamente, la transferencia de nuestras psicosis colectivas a un chivo expiatorio. Por situar las cosas... nuestra vida, en tiempo real, es menos que una gota de agua en todos los mares de nuestro planeta, pero se expande, egocéntricamente, como un absoluto sin dimensiones. ¿Saben que les digo?, que la posesión de la vida solo se rige por nuestro entorno más positivo, y por nada más. Cuando llegan las mal dadas, que siempre llegan, hay que apurar la copa y tratar de salir, exitus, con la mayor sencillez posible. Los médicos lo comprobamos a diario, sin llevarnos toda la emoción ajena a nuestras cabezas porque de lo contrario seríamos victimas de una depresión tan profunda que acabaría con nosotros en poco tiempo. Sabemos todos, médicos y no médicos, que hay que aliviar los sufrimientos del prójimo y los propios por instinto, como un pacto ontológico de primera magnitud aunque con criterio de oportunidad. Aliviar si, por supuesto, pero de ahí a secularizar normativas jurídicas, sin amplio consenso social, media nada menos que la mismísima conciencia de muchos ciudadanos.
Nunca se me ocurriría, a título personal, aparecer en un programa de televisión reclamando una supuesta muerte digna, es lo más grotesco que se puede hacer como última voluntad. Supongo que me las arreglaría para no sufrir, sin molestar demasiado a nadie, e incluso admito que recurriese a alguna forma de eutanasia, en familia, o con ayuda de amigos que no buscan protagonismo mediático. Me gustaría irme con el calor de seres humanos pero no en el rigor de una ley aprobada en un Parlamento que para nada representa la intimidad de todos y cada uno de los ciudadanos, al tratarse de algo más que trascendente: el fin de la existencia. En estas cuestiones no deberían entrar los sedicientes defensores del ser humano, laicos o religiosos, u oportunistas, los mismos que venden armas para la paz, o quienes se equivocan ex profeso en la interpretacion de los libros sagrados, o los que escriben trapacerías y venden pocos libros.
Abolida la pena de muerte, ¿vamos a tener una gracia de muerte?. Si va a ser así, que sean los mismos que dirimen estas cuestiones en el Poder Legislativo quienes designen a un probo funcionario que de muerte oficial a quienes lo soliciten en uso de sus derechos legales, vistos los preceptos pertinentes, y con la firma del Ministro de Justicia, pero que excluyan de esa tarea a cuantos concedemos más que filantropía a nuestros pacientes. Que asuman el peso ético y moral de una futura ley de eutanasia, que se mojen proveyendo de los medios materiales, y humanos, para la aplicación de dicha ley, y que también dejen tranquilos a la inmensa mayoría de los ciudadanos que saben como asumir su existencia y sus vicisitudes.
Tengo la impresión de que la eutanasia oficializada es, si cabe, mucho más sombría y detestable que la pena de muerte e intuyo que, dentro de algunos años, un agudo cineasta rodará una película tan buena como El Verdugo, de García Berlanga, también en clave de humor, para desterrar el mismo absurdo de una ejecución. El film, podría titularse... El Eutanugo, y disculpen por el precipitado neologismo.
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