lunes, 31 de agosto de 2009
domingo, 30 de agosto de 2009
No todas las vidas son parecidas
MODESTA
Modesta se asomó a la ventana. Oteó la ciudad, o lo que podía verse de ella, con insólita curiosidad. Como todas las tardes , en los terrados, esposas, madres, y algunas abuelas, tendían la ropa o la recogían. Sin volver la vista atrás recordó los ejemplares apilados sobre su mesa camilla, desordenados y llenos de sus anotaciones a pie de página con su impecable letra inglesa. Pensó en sus apellidos tan distintos. Moreras y O’Donell. Repasó en un abrir y cerrar de ojos su vida solitaria, su soltería inmutable, sus buenos tiempos en la africana plaza militar destino de su padre. Luego regresó al Madrid oscuro y hermético donde vivía con sus canas y sus textos de filosofía, desde donde ahora hacía balance de una historia intrascendente plagada de horas muertas y atardeceres de luz escasa. La suerte, o mejor el azar, la había dejado alojada en un recodo del gran río de la vida, como una hoja navegante a salvo de las furias de la corriente. Y casi era eso lo único que podía explicar. Mientras tanto, el trasiego de sábanas secas y esterilizadas por el poniente sol de otoño seguía sin cesar por los terrados. Se quedó como absorta en la contemplación de aquel hormiguero femenino, ritual y monótono, puntual todos los días de la vida. Dirigió la mirada a la calle que estaba semidesierta y bastante sucia. ¡Qué asco!. Era miércoles, noviembre de 1959, y como cada miércoles su consabido amante llegaría al terminar la jornada laboral. Como siempre, con el tufillo a Metro y a grasa de tornero, con las manos recién lavadas pero manchadas de negro. Sus aspiraciones en otros tiempos fueron bien distintas, sin embargo, -como repetía su abuelo en los veranos infantiles que pasaba en El Tiemblo-... “el hombre propone y Dios dispone”. Ni siquiera sentía lástima por todo ello, porque en aquella tarde que caía todo estaba definitivamente aclarado. No era preciso esperar a Manolo, con sus prisas sus miedos y sus jaculatorias groseras, ni poner el puchero a hervir, ni sintonizar Radio Nacional. La botella de Fundador estaba peor que vacía, se había roto como por encanto. Cerró por última vez la ventana y se miró al espejo. Estaba trágicamente bella. Una chispa de luz se reflejaba en sus pupilas, los labios secos se habían hinchado, sus cabellos grises resplandecían con fuerza. Alcanzó de su tocador la barra de labios que nunca usaba en días laborables. Se pintó con picardía infantil. Aunque algo gordoncha, todavía estaba de buen ver a sus 50 años. E inmediatamente se puso a escribir una carta.
“A quien la encuentre:
Después de muchos años de lecturas solitarias, minuciosas, y reflexivas, he llegado a la verdad existencial. Ha sido fruto de una situación privilegiada, no puedo negarlo, pero no por ello menos relevante. La soledad...es un gigantesco laboratorio del alma, y mi vida ha transcurrido en su interior. De los gozos y promesas de mi infancia y adolescencia, he llegado a esta especie de retiro peculiar que me ha otorgado una serenidad eficaz para dedicarme a vivir sin molestar y sin sentirme agobiada. La paz interior es como un surtidor de jardín, oscilante e irregular, que fluye contra la gravedad de la existencia bajo la sola condición de que una mano no cierre el grifo. Yo he intuido muy bien que esta forma de vida será en el futuro la más común, pero faltan aún muchos años porque estamos en tiempos de hormigueros o panales. No me arrepiento de los “pecados” que cometo con Manolo, son tan necesarios como el pan que compro a peso todos los días, y mis cábalas vitales, refugiadas en el estudio de la filosofía son absolutamente compatibles con los amores carnales que en teoría tendría vetados por mi soltería y mi alcurnia cristiana. Así que he vivido, lejos de lo habitual, sin marido sin hijos, sin coladas que tender, y sin una falsa esperanza de prosperidad. Mi prosperidad ya ha sido alcanzada. ¿Cómo?. Agotando los misterios de la vida y de su comprensión. Fijése –quien lo lea-, que el amor está en cada acción bien intencionada, que la decencia es un patrimonio exacto de nuestro caminar y no una suscripción de ideario, que las promesas humanas se tuercen por los intereses nuevos y se rompen sin más explicaciones (de lo contrario la Humanidad entera sería santa), que lo sensual es muy conveniente para alcanzar, eso sí... efímeramente, una conexión con lo divino, y que el trabajo es la mejor medicina para las gentes, no tan solo porque genera el sustento sino porque impide la delincuencia continua de millones de ociosos. En el orden de mis estudios y lecturas queda claro y demostrado, lo verán en mis anotaciones sobre los textos leídos, que el historicismo de Marx es un error profundo puesto que no concibió que existía el progreso rentable a gran escala. Que Platón era el padre de todos los fascistas. Sartre es un drogadicto que escribe mamarrachadas. Emmanuel Kant, era coherente pero demasiado obvio. Heggel era un mentiroso compulsivo. Y de santa Teresa...¿qué les puedo decir?...sino que era un ser muy parecido a mi y a muchos millones de mujeres, deseosa de gozar y de sacrificarse hasta el final pero no en coladas ni pucheros. Lo demás lo encontraran bien escrito en las páginas de los textos que llenan mi modesta biblioteca. Modesta, como yo. Y eso es todo. Me despido.”
Se volvió a la ventana y la abrió de nuevo. La calle, más oscura todavía, parecía más sucia que antes. Ya no quedaban mujeres en los terrados. Desistió. Se dirigió al patio de luces que daba desde la cocina. Recogió sus grises cabellos con una horquilla y miró al vacío que finalmente estaba poblado de frondosas hortensias. Sonrió y se lanzó sin gritar. Las hortensias siempre le habían entusiasmado, aunque nunca consiguió que le floreciera ninguna.
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Modesta se asomó a la ventana. Oteó la ciudad, o lo que podía verse de ella, con insólita curiosidad. Como todas las tardes , en los terrados, esposas, madres, y algunas abuelas, tendían la ropa o la recogían. Sin volver la vista atrás recordó los ejemplares apilados sobre su mesa camilla, desordenados y llenos de sus anotaciones a pie de página con su impecable letra inglesa. Pensó en sus apellidos tan distintos. Moreras y O’Donell. Repasó en un abrir y cerrar de ojos su vida solitaria, su soltería inmutable, sus buenos tiempos en la africana plaza militar destino de su padre. Luego regresó al Madrid oscuro y hermético donde vivía con sus canas y sus textos de filosofía, desde donde ahora hacía balance de una historia intrascendente plagada de horas muertas y atardeceres de luz escasa. La suerte, o mejor el azar, la había dejado alojada en un recodo del gran río de la vida, como una hoja navegante a salvo de las furias de la corriente. Y casi era eso lo único que podía explicar. Mientras tanto, el trasiego de sábanas secas y esterilizadas por el poniente sol de otoño seguía sin cesar por los terrados. Se quedó como absorta en la contemplación de aquel hormiguero femenino, ritual y monótono, puntual todos los días de la vida. Dirigió la mirada a la calle que estaba semidesierta y bastante sucia. ¡Qué asco!. Era miércoles, noviembre de 1959, y como cada miércoles su consabido amante llegaría al terminar la jornada laboral. Como siempre, con el tufillo a Metro y a grasa de tornero, con las manos recién lavadas pero manchadas de negro. Sus aspiraciones en otros tiempos fueron bien distintas, sin embargo, -como repetía su abuelo en los veranos infantiles que pasaba en El Tiemblo-... “el hombre propone y Dios dispone”. Ni siquiera sentía lástima por todo ello, porque en aquella tarde que caía todo estaba definitivamente aclarado. No era preciso esperar a Manolo, con sus prisas sus miedos y sus jaculatorias groseras, ni poner el puchero a hervir, ni sintonizar Radio Nacional. La botella de Fundador estaba peor que vacía, se había roto como por encanto. Cerró por última vez la ventana y se miró al espejo. Estaba trágicamente bella. Una chispa de luz se reflejaba en sus pupilas, los labios secos se habían hinchado, sus cabellos grises resplandecían con fuerza. Alcanzó de su tocador la barra de labios que nunca usaba en días laborables. Se pintó con picardía infantil. Aunque algo gordoncha, todavía estaba de buen ver a sus 50 años. E inmediatamente se puso a escribir una carta.
“A quien la encuentre:
Después de muchos años de lecturas solitarias, minuciosas, y reflexivas, he llegado a la verdad existencial. Ha sido fruto de una situación privilegiada, no puedo negarlo, pero no por ello menos relevante. La soledad...es un gigantesco laboratorio del alma, y mi vida ha transcurrido en su interior. De los gozos y promesas de mi infancia y adolescencia, he llegado a esta especie de retiro peculiar que me ha otorgado una serenidad eficaz para dedicarme a vivir sin molestar y sin sentirme agobiada. La paz interior es como un surtidor de jardín, oscilante e irregular, que fluye contra la gravedad de la existencia bajo la sola condición de que una mano no cierre el grifo. Yo he intuido muy bien que esta forma de vida será en el futuro la más común, pero faltan aún muchos años porque estamos en tiempos de hormigueros o panales. No me arrepiento de los “pecados” que cometo con Manolo, son tan necesarios como el pan que compro a peso todos los días, y mis cábalas vitales, refugiadas en el estudio de la filosofía son absolutamente compatibles con los amores carnales que en teoría tendría vetados por mi soltería y mi alcurnia cristiana. Así que he vivido, lejos de lo habitual, sin marido sin hijos, sin coladas que tender, y sin una falsa esperanza de prosperidad. Mi prosperidad ya ha sido alcanzada. ¿Cómo?. Agotando los misterios de la vida y de su comprensión. Fijése –quien lo lea-, que el amor está en cada acción bien intencionada, que la decencia es un patrimonio exacto de nuestro caminar y no una suscripción de ideario, que las promesas humanas se tuercen por los intereses nuevos y se rompen sin más explicaciones (de lo contrario la Humanidad entera sería santa), que lo sensual es muy conveniente para alcanzar, eso sí... efímeramente, una conexión con lo divino, y que el trabajo es la mejor medicina para las gentes, no tan solo porque genera el sustento sino porque impide la delincuencia continua de millones de ociosos. En el orden de mis estudios y lecturas queda claro y demostrado, lo verán en mis anotaciones sobre los textos leídos, que el historicismo de Marx es un error profundo puesto que no concibió que existía el progreso rentable a gran escala. Que Platón era el padre de todos los fascistas. Sartre es un drogadicto que escribe mamarrachadas. Emmanuel Kant, era coherente pero demasiado obvio. Heggel era un mentiroso compulsivo. Y de santa Teresa...¿qué les puedo decir?...sino que era un ser muy parecido a mi y a muchos millones de mujeres, deseosa de gozar y de sacrificarse hasta el final pero no en coladas ni pucheros. Lo demás lo encontraran bien escrito en las páginas de los textos que llenan mi modesta biblioteca. Modesta, como yo. Y eso es todo. Me despido.”
Se volvió a la ventana y la abrió de nuevo. La calle, más oscura todavía, parecía más sucia que antes. Ya no quedaban mujeres en los terrados. Desistió. Se dirigió al patio de luces que daba desde la cocina. Recogió sus grises cabellos con una horquilla y miró al vacío que finalmente estaba poblado de frondosas hortensias. Sonrió y se lanzó sin gritar. Las hortensias siempre le habían entusiasmado, aunque nunca consiguió que le floreciera ninguna.
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sábado, 29 de agosto de 2009
Este soy yo, en 1958. En abril de aquel año fuí operado de amigdalectomía, en el Hospital de la Santa Cruz y San Pablo. Un lunes llegamos, con mi madre, provistos de una toalla al dispensario de O.R.L. Me pasaron a una sala prequirúrgica, me infiltraron las amigdalas con anestesia local, y me sentaron en las rodillas de un celador. El otorrino me colocó un abrebocas y procedió a la extirpación de ambas amigdalas. Las vi caer en una batea, junto con una discreta hemorragia. No sentí ni dolor ni miedo. Me sacaron y me mandaron a casa con una excelsa recomendación: natillas y flanes ( en abril , por entonces, no se elaboraban helados). Eso fue, exactamente, Cirugía Mayor Ambulatoria. Ahora hace pocos años aquí la han descubierto. ¡Qué ironías tiene nuestra sociedad politico-institucional!
miércoles, 26 de agosto de 2009
“1920”
Sitúense en una sala general de un hospital, allá por 1920. No se alejen del escenario, no se distraigan, no dejen que nadie les interrumpa. El frío, ese frío de diciembre que ya no es traidor, se siente en el aire diáfano de las bóvedas hospitalarias. Es el mismo que resquebraja las frágiles vidas de los ingresados durante el tortuoso diálogo con el dolor y el sufrimiento. El único calor viene de las almas quemando esperanzas, y quienes las conservan se acurrucan en su lecho blanco, bajo mantas raídas y sábanas tan ásperas como una soledad prescrita. Quien dijo -alguna vez- que la enfermedad era el lujo del pobre, destilaba sarcasmo. Sufrir fue siempre innegociable.
- Madre, mañana es usted la primera en ir a la sala de operaciones. Ya ve que suerte ha tenido. Seguro que su enfermedad es muy tenida en cuenta por los médicos que la atienden, y eso... es un gran qué. No tendrá que esperar. Justo después de recibir la Comunión la llevarán y, allí, el cirujano la estará esperando. No tardarán demasiado, y después de un corto sueño la operación habrá terminado.
Con una mirada penetrante la anciana responde. Estamos, recuérdenlo, en 1920. Balbucea unas sílabas ininteligibles. Son tiempos de extraña miseria. Hay luz en las calles, en las casas, en los comercios. Corre la electricidad que tanto puede y que tanto ilumina, pero la vida sigue moviéndose a vapor, como las fábricas y las locomotoras. Es casi Navidad. La tradición alegra el frío intenso. Como si de un arranque se tratase, tras su entrecortada dicción y como un más allá de su mirada, se explica lentamente.
- El dolor no se soporta. Esta pierna ya no es mi pierna, es como si un bocado de perro salvaje me clavase sus dientes día y noche. No me dan remedios, porque no tienen, porque no hay, o porque Dios lo quiere así. Tápame, hija, siento frío y el frío azuza aún más a ese lobo que muerde mi carne, lo noto hambriento y enloquecido, dispuesto a todo para satisfacer sus ansias y devorarme. Dí a los médicos que tengan cuidado con él cuando se acerquen a mi pierna con la sierra. Adviérteles que para dar muerte a mis huesos han de abatir primero a ese animal salvaje que me tiene prisionera de sus fauces desde hace tiempo.Tápame ahora y pídele láudano a la Hermana, si quiere oírte y se compadece de mí.
La Hermana, con hábito almidonado, se aproxima al lecho, pero no trae nada en sus manos. La anciana se aflige. La monja, secamente, le dice que la noche previa a la operación está prohibido administrar calmantes a los enfermos. Erguida, a los pies de la cama, la mira con autoridad. Es la mismísima autoridad que decide unas horas más de sufrimiento bajo un halo de rigor, que no consuela pero que hace enmudecer. Silencio entre voces ceceantes por respeto a tantas mujeres que gimen en la hilera de camas, quince frente a quince, todas bajo la advocación de San Cosme y San Damián que observan desde el rosetón oscuro a las siervas enfermas. El cielo nos espera a todos, le dice la Hermana, a todos cuantos conservan la fe en Cristo. Y añade... que... ofrezca ese dolor a Dios... que tanto sufrió por todos en la Santa Cruz.
- Entonces tráigame un consuelo del Cielo, pero que me quite este dolor salvaje, y que baje un ángel con espada para matar a este lobo que me desgarra la pierna..
La Hermana se santigua. Mira a la hija de la anciana que, ruborosa, no dice nada, y esa mirada torva somete el semblante de la joven. Todo son símbolos. Los gestos, los suspiros, las palabras, los silencios. Es simbólico hasta el hospital, es simbólica la añoranza de la salud perdida. Es simbólico el vago recuerdo de los primeros síntomas al caminar por la calle y detenerse en la esquina por el entumecimiento y el calambre en sus piernas. Es simbólico el rostro amable de San Cosme y el rostro docto de San Damián. Recuerden el año. Es simbólico el gran cementerio que es Europa tras la gran guerra, desde el que millones de almas han partido al cielo o al infierno para siempre. Y la Navidad, con electricidad incluso, es simbólica. Los villancicos son el testigo lejano de la paz. ¿Paz?. Sí, paz tras una terrible guerra, paz que envía el Señor a los supervivientes fratricidas de buena voluntad, cuyos padres y abuelos, antaño, levantaron catedrales en su gloria y loaron como nadie su santidad en partituras memorables, Pero el frío, el hambre, el dolor y la muerte, no simbolizan nada, son el supremo fracaso de todo y de todos. No hay consuelo para una mujeruca que agoniza en la noche previa a su última esperanza. La Hermana se va, y le ordena rezar.
- Rezaremos, Madre, como dice la Hermana. Rezaremos el Santo Rosario y usted se aliviará. Hoy... son Misterios de... dolor. Comencemos
El dolor si es un misterio. Es el gran misterio de todos los tiempos al que nadie se atreve a combatir con decisión, porque todos le temen, porque lo envía Dios, o porque su negocio se establece con crudeza comercial. Si la noche hablara... Si miles de noches hablaran del dolor. Bien podría llegar algún día un Salvador renovado que trajese el remedio del dolor para todos los hijos de Dios. Sin duda que sería adorado por moros y cristianos, paganos y pecadores, todos profesarían su fe, todos unidos. Y vendrá, tiene que venir por fuerza, una noche clara alumbrado por las estrellas para iluminar la oscuridad de las pupilas abiertas como puertas al infierno de quienes sufren, y entornarlas suavemente, y cambiar el grito por la sonrisa. Ese es el consuelo con el que, de alguna forma, ahora sueña la anciana sepultada bajo las mantas y que jamás llegará a ver. No reza nada, mueve sus labios por inercia, y su hija, morena y bajita, pasa las cuentas del rosario hasta que, de pronto, interrumpe el simulacro místico y le hace una promesa.
- Hija, si vivo, te contaré un secreto. No es nada extraño, ni horrible. Pertenece al pasado, a un pasado lejano que ya se ha borrado. Pero es mi único secreto y... te lo revelaré porque tiene que ver con las dos. En ocasiones las verdades piden, por ellas mismas, que les demos refugio y las ocultemos, no por maldad sino por bondad. No te inquietes por estas palabras que contienen solo prudencia y sentimiento. Mi pierna arde pero mi cabeza rige, aunque malamente.
Cerca de acontecimientos graves se puede experimentar un deseo compulsivo de abrir todas las ventanas del alma, y dejar que vuelen las aves misteriosas de lo más reservado y oculto, como si un mandato de legalidad obligara con energía, para echar cuentas a toda prisa o para evadirse de ciertas cargas en el más allá. La cuestión, en esa noche de diciembre de 1920, es que la cancela del secreto se levanta lentamente en la tupida red del dolor y con la finitud próxima.
Suenan los primeros compases de la Sinfonía numero 1 de Brahms en el gran teatro. Acomodado en el palco, el cirujano repasa entre los acordes impecables de la música más bella compuesta por el más grande de los músicos del siglo XIX sus tareas del día siguiente. A medida que la sinfonía se eleva, desde el adagio al allegro ma non tropo, el ritmo se dulcifica. Ciertamente en esta parte de la obra hay algunos parecidos con el Himno a la Alegría de Beethoven, pero es la cosecha necesaria que Johannes recoge de su maestro para convertirse en gloria inmortal, como si de un agua milagrosa, bebida en la fuente de lo excelso, se tratase. Sin que nadie lo sepa, por ahora, otros harán lo mismo, casi un siglo después, para alcanzar la fama, aunque más desaseadamente y con la Danza húngara número cinco. El progreso camina raudo y veloz por la senda desde el Romanticismo sin que nadie lo detenga. Mañana le aguarda el quirófano que también participa a lo lejos de esa música espléndida, como un continuum inseparable. Estamos en 1920, aun existen criados de librea y coches de caballos, farolas de gas, y cuellos duros, pero algo trasciende para bien y para mal. Nada parece estarse quieto, la calle se agita como en una pesadilla, y surgen movimientos acalorados en medio de tanto frío. Él, entre tanto, se deleita con otros movimientos, los orquestales, que le sugieren una forma de inteligencia quirúrgica y musical. Asume que, después de la fractura ideológica de los últimos cien años, la ciencia es música y la música es ciencia. Se convence de ello al recordar que el destino de los grandes hombres así lo ha atestiguado. Brahms y Billroth fueron amigos. En tardes frías, pero caldeadas por hogares bien alimentados, los dos tocaban juntos las partituras del gran músico. La habilidad de Theodor con las tijeras y el porta agujas se explayaba sobre las teclas del piano, en Viena, y una nueva dimensión del virtuosismo había nacido. Sin duda, piensa, ese es el único camino hacia la perfección: una teoría que unifique toda la belleza. También tiene nociones de que otros personajes buscan lo mismo desde otras perspectivas, con sesudas ecuaciones sobre la energía y el mundo de lo invisible, aproximándose a lo divino. La noche le colma de placer interior al abrigo de toda miseria, de todo desencanto, de toda frustración. Está en 1920. Los aplausos estallan en el teatro cuando el último compás del sobrecogedor final de la Sinfonía se extingue. Puesto en pie, como todos los asistentes al concierto, entona bravos repetidamente. Para él, el mundo, en ese momento, es el mismísimo paraíso.
El día amanece oscuro y muy frío. Por las calles, tumultuosas algaradas de obreros son duramente reprimidas por las fuerzas de orden público que tratan de contrarrestar la violencia de los descamisados con mayor violencia. Cierran los comercios que, como siempre, han abierto después del alba. Las tabernas están vacías, y ni siquiera los carreteros se sientan en las cochambrosas mesas manchadas de vino. A lo lejos, en el hospital, un nuevo día comienza ajeno a tanto vocifero. La sala de operaciones se ilumina para iniciar la sesión. Concurren el lento trasiego de monjas y el rudo empuje de los mozos transportando enfermos en camilla. Y los cirujanos, con sus ayudantes van llegando. Los preparativos no tienen mesura, pero el silencio domina. Poco a poco los quirófanos van poblándose como una nueva galaxia en expansión, y entre todo aquel ir y venir se aguarda a la primera paciente anotada en la pizarra con impecable letra inglesa. Son casi las ocho. A lo lejos se oyen algunos cañonazos que enseguida cesan. Nadie se inmuta, porque aquel mundo, aparentemente, existe a pesar del otro. Dan las ocho de un veinte de diciembre de 1920, y la primera enferma no ha llegado.
Envuelto ya en su bata quirúrgica enciende un cigarro y exhala una voluta circular que como un planeta trémulo se eleva hacia el techo de la sala de operaciones. Recuerda la noche anterior y se complace de nuevo. Piensa en sus cosas. Ese año August Krogh ha sido galardonado con el Premio Nobel de Medicina, pero lo más grande es que con su mujer, en Dinamarca, van a fabricar en breve insulina. Muerte a la diabetes. Se emociona con grandilocuencia... ”estamos cerca del éxito total”. El mundo ha sido transformado, y nada ni nadie podrá alterar el fin del sufrimiento y de la enfermedad. Estaba escrito, la inteligencia ha triunfado, a partir de ahora la Humanidad no se lamentará, las guerras no reaparecerán, el triunfo de la ciencia impondrá un nuevo orden mundial, y la política será meramente el probo funcionario que administre los bienes que la ciencia producirá. La conjunción de la belleza, el arte y los conocimientos dictarán el futuro. Y... Dios... ¿Dios?. Dios puede seguir en las Iglesias, ¿por qué no?. No creo que a Dios le interese mucho la Ciencia. La Ciencia es cosa de los hombres, exclusivamente, y los altares no son precisamente un laboratorio. Mira el frontispicio del quirófano y se cruza con la mirada del Arcángel San Gabriel, tallado en piedra. Siente una leve inquietud y apaga su cigarro. Ya son las ocho y cuarto.
- Hermana ¿qué pasa con la primera enferma?. Todo está dispuesto y no la han traído. Se hará tarde para todo lo demás. Averigüe que ha pasado.
La noche no avanza y el dolor tampoco se acuesta. Dan las dos. La hija dormita en una silla junto a su madre que apenas se mueve. Lentas las horas y lentas las campanadas. En la espera toda magnitud se hace lenta. Lentos los gemidos, los bostezos, los pasos de los camilleros que vienen a llevarse a una difunta reciente. La muerte es también lenta en aquella noche tan larga. Sin hacer ningún ruido la anciana desliza su mano, a eso de las dos y media, hasta el regazo de su hija, quien sobresaltada da un respingo. La estrecha y dirigiéndose a su rostro en penumbra le habla con voz muy cansada.
-Ya no queda casi nada para librarme de este mal. Cerca está mi final, y por fin derrotaré a ese salvaje que me hace daño sin cesar. No sé a donde voy, ni sé quien me espera, pero... voy a vencer al dolor, y eso me reconforta.
Toda la angustia ya es de aquella hija que asiste al último momento, la anciana se ha tornado solemne, distante a su mal, lúcida como nunca. Sabe que en vano la aguardarán mañana en la sala de operaciones, jamás llegará ese momento. Su oportunidad ha sido cancelada, no la tiene, no la tendrá. Bajo los altos techos de la sala irrumpe un tenue destello que apenas dura un segundo. Una lluvia de estrellas ha filtrado su resplandor por los ventanales. Puede ser casualidad, puede ser una señal, puede no ser nada, pero esa luz fosforescente ha iluminado sus ojos marchitos. La mano aprieta y quiere asirse al último eslabón de ternura que le queda en este mundo. El tiempo parpadea, el corazón se enlentece. La mano deja de apretar. Ya no hay más dolor.
Nadie guardará memoria de esta historia. La anciana se extraviará por un lugar que desconoce. El cirujano aguardará en vano, recreándose en los soliloquios más hedonistas. La hija morena y bajita, llorará sin conocer el secreto. Lo humano y lo divino seguirán sin sentarse a hablar a cara a cara. Todas las previsiones de paz se esfumarán. La música de Brahms se convertirá en leyenda y la profecía de Mary Shelley se hará realidad. La caja de Pandora ya ha sido descerrajada y muchas manos se aprestan a saquearla. Correrá el tiempo del excéntrico siglo XX. El ser humano soportará su propio destino y empezará a preguntarse si en verdad Dios o la Ciencia son sus auténticos valedores.
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Sitúense en una sala general de un hospital, allá por 1920. No se alejen del escenario, no se distraigan, no dejen que nadie les interrumpa. El frío, ese frío de diciembre que ya no es traidor, se siente en el aire diáfano de las bóvedas hospitalarias. Es el mismo que resquebraja las frágiles vidas de los ingresados durante el tortuoso diálogo con el dolor y el sufrimiento. El único calor viene de las almas quemando esperanzas, y quienes las conservan se acurrucan en su lecho blanco, bajo mantas raídas y sábanas tan ásperas como una soledad prescrita. Quien dijo -alguna vez- que la enfermedad era el lujo del pobre, destilaba sarcasmo. Sufrir fue siempre innegociable.
- Madre, mañana es usted la primera en ir a la sala de operaciones. Ya ve que suerte ha tenido. Seguro que su enfermedad es muy tenida en cuenta por los médicos que la atienden, y eso... es un gran qué. No tendrá que esperar. Justo después de recibir la Comunión la llevarán y, allí, el cirujano la estará esperando. No tardarán demasiado, y después de un corto sueño la operación habrá terminado.
Con una mirada penetrante la anciana responde. Estamos, recuérdenlo, en 1920. Balbucea unas sílabas ininteligibles. Son tiempos de extraña miseria. Hay luz en las calles, en las casas, en los comercios. Corre la electricidad que tanto puede y que tanto ilumina, pero la vida sigue moviéndose a vapor, como las fábricas y las locomotoras. Es casi Navidad. La tradición alegra el frío intenso. Como si de un arranque se tratase, tras su entrecortada dicción y como un más allá de su mirada, se explica lentamente.
- El dolor no se soporta. Esta pierna ya no es mi pierna, es como si un bocado de perro salvaje me clavase sus dientes día y noche. No me dan remedios, porque no tienen, porque no hay, o porque Dios lo quiere así. Tápame, hija, siento frío y el frío azuza aún más a ese lobo que muerde mi carne, lo noto hambriento y enloquecido, dispuesto a todo para satisfacer sus ansias y devorarme. Dí a los médicos que tengan cuidado con él cuando se acerquen a mi pierna con la sierra. Adviérteles que para dar muerte a mis huesos han de abatir primero a ese animal salvaje que me tiene prisionera de sus fauces desde hace tiempo.Tápame ahora y pídele láudano a la Hermana, si quiere oírte y se compadece de mí.
La Hermana, con hábito almidonado, se aproxima al lecho, pero no trae nada en sus manos. La anciana se aflige. La monja, secamente, le dice que la noche previa a la operación está prohibido administrar calmantes a los enfermos. Erguida, a los pies de la cama, la mira con autoridad. Es la mismísima autoridad que decide unas horas más de sufrimiento bajo un halo de rigor, que no consuela pero que hace enmudecer. Silencio entre voces ceceantes por respeto a tantas mujeres que gimen en la hilera de camas, quince frente a quince, todas bajo la advocación de San Cosme y San Damián que observan desde el rosetón oscuro a las siervas enfermas. El cielo nos espera a todos, le dice la Hermana, a todos cuantos conservan la fe en Cristo. Y añade... que... ofrezca ese dolor a Dios... que tanto sufrió por todos en la Santa Cruz.
- Entonces tráigame un consuelo del Cielo, pero que me quite este dolor salvaje, y que baje un ángel con espada para matar a este lobo que me desgarra la pierna..
La Hermana se santigua. Mira a la hija de la anciana que, ruborosa, no dice nada, y esa mirada torva somete el semblante de la joven. Todo son símbolos. Los gestos, los suspiros, las palabras, los silencios. Es simbólico hasta el hospital, es simbólica la añoranza de la salud perdida. Es simbólico el vago recuerdo de los primeros síntomas al caminar por la calle y detenerse en la esquina por el entumecimiento y el calambre en sus piernas. Es simbólico el rostro amable de San Cosme y el rostro docto de San Damián. Recuerden el año. Es simbólico el gran cementerio que es Europa tras la gran guerra, desde el que millones de almas han partido al cielo o al infierno para siempre. Y la Navidad, con electricidad incluso, es simbólica. Los villancicos son el testigo lejano de la paz. ¿Paz?. Sí, paz tras una terrible guerra, paz que envía el Señor a los supervivientes fratricidas de buena voluntad, cuyos padres y abuelos, antaño, levantaron catedrales en su gloria y loaron como nadie su santidad en partituras memorables, Pero el frío, el hambre, el dolor y la muerte, no simbolizan nada, son el supremo fracaso de todo y de todos. No hay consuelo para una mujeruca que agoniza en la noche previa a su última esperanza. La Hermana se va, y le ordena rezar.
- Rezaremos, Madre, como dice la Hermana. Rezaremos el Santo Rosario y usted se aliviará. Hoy... son Misterios de... dolor. Comencemos
El dolor si es un misterio. Es el gran misterio de todos los tiempos al que nadie se atreve a combatir con decisión, porque todos le temen, porque lo envía Dios, o porque su negocio se establece con crudeza comercial. Si la noche hablara... Si miles de noches hablaran del dolor. Bien podría llegar algún día un Salvador renovado que trajese el remedio del dolor para todos los hijos de Dios. Sin duda que sería adorado por moros y cristianos, paganos y pecadores, todos profesarían su fe, todos unidos. Y vendrá, tiene que venir por fuerza, una noche clara alumbrado por las estrellas para iluminar la oscuridad de las pupilas abiertas como puertas al infierno de quienes sufren, y entornarlas suavemente, y cambiar el grito por la sonrisa. Ese es el consuelo con el que, de alguna forma, ahora sueña la anciana sepultada bajo las mantas y que jamás llegará a ver. No reza nada, mueve sus labios por inercia, y su hija, morena y bajita, pasa las cuentas del rosario hasta que, de pronto, interrumpe el simulacro místico y le hace una promesa.
- Hija, si vivo, te contaré un secreto. No es nada extraño, ni horrible. Pertenece al pasado, a un pasado lejano que ya se ha borrado. Pero es mi único secreto y... te lo revelaré porque tiene que ver con las dos. En ocasiones las verdades piden, por ellas mismas, que les demos refugio y las ocultemos, no por maldad sino por bondad. No te inquietes por estas palabras que contienen solo prudencia y sentimiento. Mi pierna arde pero mi cabeza rige, aunque malamente.
Cerca de acontecimientos graves se puede experimentar un deseo compulsivo de abrir todas las ventanas del alma, y dejar que vuelen las aves misteriosas de lo más reservado y oculto, como si un mandato de legalidad obligara con energía, para echar cuentas a toda prisa o para evadirse de ciertas cargas en el más allá. La cuestión, en esa noche de diciembre de 1920, es que la cancela del secreto se levanta lentamente en la tupida red del dolor y con la finitud próxima.
Suenan los primeros compases de la Sinfonía numero 1 de Brahms en el gran teatro. Acomodado en el palco, el cirujano repasa entre los acordes impecables de la música más bella compuesta por el más grande de los músicos del siglo XIX sus tareas del día siguiente. A medida que la sinfonía se eleva, desde el adagio al allegro ma non tropo, el ritmo se dulcifica. Ciertamente en esta parte de la obra hay algunos parecidos con el Himno a la Alegría de Beethoven, pero es la cosecha necesaria que Johannes recoge de su maestro para convertirse en gloria inmortal, como si de un agua milagrosa, bebida en la fuente de lo excelso, se tratase. Sin que nadie lo sepa, por ahora, otros harán lo mismo, casi un siglo después, para alcanzar la fama, aunque más desaseadamente y con la Danza húngara número cinco. El progreso camina raudo y veloz por la senda desde el Romanticismo sin que nadie lo detenga. Mañana le aguarda el quirófano que también participa a lo lejos de esa música espléndida, como un continuum inseparable. Estamos en 1920, aun existen criados de librea y coches de caballos, farolas de gas, y cuellos duros, pero algo trasciende para bien y para mal. Nada parece estarse quieto, la calle se agita como en una pesadilla, y surgen movimientos acalorados en medio de tanto frío. Él, entre tanto, se deleita con otros movimientos, los orquestales, que le sugieren una forma de inteligencia quirúrgica y musical. Asume que, después de la fractura ideológica de los últimos cien años, la ciencia es música y la música es ciencia. Se convence de ello al recordar que el destino de los grandes hombres así lo ha atestiguado. Brahms y Billroth fueron amigos. En tardes frías, pero caldeadas por hogares bien alimentados, los dos tocaban juntos las partituras del gran músico. La habilidad de Theodor con las tijeras y el porta agujas se explayaba sobre las teclas del piano, en Viena, y una nueva dimensión del virtuosismo había nacido. Sin duda, piensa, ese es el único camino hacia la perfección: una teoría que unifique toda la belleza. También tiene nociones de que otros personajes buscan lo mismo desde otras perspectivas, con sesudas ecuaciones sobre la energía y el mundo de lo invisible, aproximándose a lo divino. La noche le colma de placer interior al abrigo de toda miseria, de todo desencanto, de toda frustración. Está en 1920. Los aplausos estallan en el teatro cuando el último compás del sobrecogedor final de la Sinfonía se extingue. Puesto en pie, como todos los asistentes al concierto, entona bravos repetidamente. Para él, el mundo, en ese momento, es el mismísimo paraíso.
El día amanece oscuro y muy frío. Por las calles, tumultuosas algaradas de obreros son duramente reprimidas por las fuerzas de orden público que tratan de contrarrestar la violencia de los descamisados con mayor violencia. Cierran los comercios que, como siempre, han abierto después del alba. Las tabernas están vacías, y ni siquiera los carreteros se sientan en las cochambrosas mesas manchadas de vino. A lo lejos, en el hospital, un nuevo día comienza ajeno a tanto vocifero. La sala de operaciones se ilumina para iniciar la sesión. Concurren el lento trasiego de monjas y el rudo empuje de los mozos transportando enfermos en camilla. Y los cirujanos, con sus ayudantes van llegando. Los preparativos no tienen mesura, pero el silencio domina. Poco a poco los quirófanos van poblándose como una nueva galaxia en expansión, y entre todo aquel ir y venir se aguarda a la primera paciente anotada en la pizarra con impecable letra inglesa. Son casi las ocho. A lo lejos se oyen algunos cañonazos que enseguida cesan. Nadie se inmuta, porque aquel mundo, aparentemente, existe a pesar del otro. Dan las ocho de un veinte de diciembre de 1920, y la primera enferma no ha llegado.
Envuelto ya en su bata quirúrgica enciende un cigarro y exhala una voluta circular que como un planeta trémulo se eleva hacia el techo de la sala de operaciones. Recuerda la noche anterior y se complace de nuevo. Piensa en sus cosas. Ese año August Krogh ha sido galardonado con el Premio Nobel de Medicina, pero lo más grande es que con su mujer, en Dinamarca, van a fabricar en breve insulina. Muerte a la diabetes. Se emociona con grandilocuencia... ”estamos cerca del éxito total”. El mundo ha sido transformado, y nada ni nadie podrá alterar el fin del sufrimiento y de la enfermedad. Estaba escrito, la inteligencia ha triunfado, a partir de ahora la Humanidad no se lamentará, las guerras no reaparecerán, el triunfo de la ciencia impondrá un nuevo orden mundial, y la política será meramente el probo funcionario que administre los bienes que la ciencia producirá. La conjunción de la belleza, el arte y los conocimientos dictarán el futuro. Y... Dios... ¿Dios?. Dios puede seguir en las Iglesias, ¿por qué no?. No creo que a Dios le interese mucho la Ciencia. La Ciencia es cosa de los hombres, exclusivamente, y los altares no son precisamente un laboratorio. Mira el frontispicio del quirófano y se cruza con la mirada del Arcángel San Gabriel, tallado en piedra. Siente una leve inquietud y apaga su cigarro. Ya son las ocho y cuarto.
- Hermana ¿qué pasa con la primera enferma?. Todo está dispuesto y no la han traído. Se hará tarde para todo lo demás. Averigüe que ha pasado.
La noche no avanza y el dolor tampoco se acuesta. Dan las dos. La hija dormita en una silla junto a su madre que apenas se mueve. Lentas las horas y lentas las campanadas. En la espera toda magnitud se hace lenta. Lentos los gemidos, los bostezos, los pasos de los camilleros que vienen a llevarse a una difunta reciente. La muerte es también lenta en aquella noche tan larga. Sin hacer ningún ruido la anciana desliza su mano, a eso de las dos y media, hasta el regazo de su hija, quien sobresaltada da un respingo. La estrecha y dirigiéndose a su rostro en penumbra le habla con voz muy cansada.
-Ya no queda casi nada para librarme de este mal. Cerca está mi final, y por fin derrotaré a ese salvaje que me hace daño sin cesar. No sé a donde voy, ni sé quien me espera, pero... voy a vencer al dolor, y eso me reconforta.
Toda la angustia ya es de aquella hija que asiste al último momento, la anciana se ha tornado solemne, distante a su mal, lúcida como nunca. Sabe que en vano la aguardarán mañana en la sala de operaciones, jamás llegará ese momento. Su oportunidad ha sido cancelada, no la tiene, no la tendrá. Bajo los altos techos de la sala irrumpe un tenue destello que apenas dura un segundo. Una lluvia de estrellas ha filtrado su resplandor por los ventanales. Puede ser casualidad, puede ser una señal, puede no ser nada, pero esa luz fosforescente ha iluminado sus ojos marchitos. La mano aprieta y quiere asirse al último eslabón de ternura que le queda en este mundo. El tiempo parpadea, el corazón se enlentece. La mano deja de apretar. Ya no hay más dolor.
Nadie guardará memoria de esta historia. La anciana se extraviará por un lugar que desconoce. El cirujano aguardará en vano, recreándose en los soliloquios más hedonistas. La hija morena y bajita, llorará sin conocer el secreto. Lo humano y lo divino seguirán sin sentarse a hablar a cara a cara. Todas las previsiones de paz se esfumarán. La música de Brahms se convertirá en leyenda y la profecía de Mary Shelley se hará realidad. La caja de Pandora ya ha sido descerrajada y muchas manos se aprestan a saquearla. Correrá el tiempo del excéntrico siglo XX. El ser humano soportará su propio destino y empezará a preguntarse si en verdad Dios o la Ciencia son sus auténticos valedores.
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martes, 25 de agosto de 2009
La vida...esa continua reducción de gradientes de energía. Estas mariposa lo atestiguan claramente, sin ir mas lejos. Fotosintesis, crecimiento vegetal, reproducción vegetal, polen, lenguas de mariposa absorbiendo los nutrientes. Y no se agota la vida, porque se retroalimenta de su entorno. Escasos parecidos con la máquinas, simples bocetos de la termodinámica de la vida. ¿Y si , al final, todo responde a un mismo y único principio, tan básico, tan ostensible, que no somos capaces de verlo?
domingo, 23 de agosto de 2009
Los inicios
En 1975 aquí me inicié en el oficio de cirujano. Han pasado casi 34 años y esta maravilla arquitectónica sigue susurrándome en mi interior. Lo más insólito es que me siento del lejano pretérito y del presente al mismo tiempo, como si este lugar reviviese ahora mismo, ahora que nunca más albergará operaciones. He sido muy afortunado, mucho. La pátina existe y ciertos lugares tienen una forma de inteligencia misteriosa, no son simples piedras bellamente edificadas, y hablarán su lenguaje para siempre. Solo hay que saber escucharlos.
UN TRAGO DE AGUA FRESCA
Su pronóstico era irreversible. Yacía en la cama, en estado preagónico, tras haber sido intervenido de un extenso tumor abdominal inextirpable, pero se hallaba consciente... muy consciente, y era evidente que aquella situación, por lo grotesca e indigna, no conducía más que a un lugar: a la muerte diferida a corto plazo. Así que en la soledad de su habitación, la otra cama vacía por las circunstancias del caso, decidimos acelerar su proceso final. Cargamos en una jeringa una dosis muy alta de meperidina y se la inyectamos en la vía venosa. No sucedió nada, nada de lo esperado. A los 2 minutos balbuceó con voz algo gangosa: “doctores, tengo ganas de beber agua fresca de la montaña”. Nosotros quedamos perplejos y algo abochornados por el fracaso de la medida, más bien con su intención. Éramos médicos bisoños, casi recién escudillados, y nuestros conocimientos de los límites farmacológicos de los mórficos todavía eran precarios. No sabíamos matar. Así que doblamos la dosis y volvimos a inyectarla. El enfermo entró en un sueño profundo, estertoroso, y en ese silencio, solo roto por sus lentas inspiraciones, salimos de la habitación. Aproximadamente a las dos horas, la enfermera nos llamó para certificar el fallecimiento. De esto hace más de treinta años, pero sigo recordándolo cíclicamente, ahora muy a menudo. Confío en que el presunto delito haya prescrito, o tal vez me tenga que enfrentar, por esta declaración, a un proceso judicial. Ni lo sé ni me importa. Lo que sí me importa es que muchos años después sigue la polémica sobre la eutanasia, y que ni la sociedad ni los gobiernos ni yo mismo hemos conseguido aclararnos todavía.
Algo hicieron aquellas dosis de meperidina por vía intravenosa, pero ni siquiera hoy tengo la certeza de que le provocasen directamente la muerte al paciente, o si falleció porque tenía que fallecer como punto final a su máximo estado de entropía, como diría un experto en biotermodinámica. Me he ido convenciendo, a lo largo de los años, de que los seres vivos somos extremadamente frágiles, de que vivimos como por casualidad. Ni creacionistas ni evolucionistas, en sus ideologías, tienen la clave de nada, porque cualquier tesis argumentada de nuestra existencia solo sirve como elemento definitorio, no como esclarecimiento del auténtico misterio de la vida. En las postrimerías del año 900 de nuestra Era, los milenaristas sobrecogieron con su Anticristo al mundo cristiano, en 1938 Orson Wells, desde la radio, asustó a Estados Unidos una noche con la guerra de los mundos, y ahora los pseudo profetas del ecologismo acojonan con el calentamiento climático y la desertización, amén de otras calamidades. Pero lo cierto es que calamidades siempre las ha habido, y falsos profetas también, nociones que se eluden cuando la idea es morbosamente atractiva y alimenta, equivocadamente, la transferencia de nuestras psicosis colectivas a un chivo expiatorio. Por situar las cosas... nuestra vida, en tiempo real, es menos que una gota de agua en todos los mares de nuestro planeta, pero se expande, egocéntricamente, como un absoluto sin dimensiones. ¿Saben que les digo?, que la posesión de la vida solo se rige por nuestro entorno más positivo, y por nada más. Cuando llegan las mal dadas, que siempre llegan, hay que apurar la copa y tratar de salir, exitus, con la mayor sencillez posible. Los médicos lo comprobamos a diario, sin llevarnos toda la emoción ajena a nuestras cabezas porque de lo contrario seríamos victimas de una depresión tan profunda que acabaría con nosotros en poco tiempo. Sabemos todos, médicos y no médicos, que hay que aliviar los sufrimientos del prójimo y los propios por instinto, como un pacto ontológico de primera magnitud aunque con criterio de oportunidad. Aliviar si, por supuesto, pero de ahí a secularizar normativas jurídicas, sin amplio consenso social, media nada menos que la mismísima conciencia de muchos ciudadanos.
Nunca se me ocurriría, a título personal, aparecer en un programa de televisión reclamando una supuesta muerte digna, es lo más grotesco que se puede hacer como última voluntad. Supongo que me las arreglaría para no sufrir, sin molestar demasiado a nadie, e incluso admito que recurriese a alguna forma de eutanasia, en familia, o con ayuda de amigos que no buscan protagonismo mediático. Me gustaría irme con el calor de seres humanos pero no en el rigor de una ley aprobada en un Parlamento que para nada representa la intimidad de todos y cada uno de los ciudadanos, al tratarse de algo más que trascendente: el fin de la existencia. En estas cuestiones no deberían entrar los sedicientes defensores del ser humano, laicos o religiosos, u oportunistas, los mismos que venden armas para la paz, o quienes se equivocan ex profeso en la interpretacion de los libros sagrados, o los que escriben trapacerías y venden pocos libros.
Abolida la pena de muerte, ¿vamos a tener una gracia de muerte?. Si va a ser así, que sean los mismos que dirimen estas cuestiones en el Poder Legislativo quienes designen a un probo funcionario que de muerte oficial a quienes lo soliciten en uso de sus derechos legales, vistos los preceptos pertinentes, y con la firma del Ministro de Justicia, pero que excluyan de esa tarea a cuantos concedemos más que filantropía a nuestros pacientes. Que asuman el peso ético y moral de una futura ley de eutanasia, que se mojen proveyendo de los medios materiales, y humanos, para la aplicación de dicha ley, y que también dejen tranquilos a la inmensa mayoría de los ciudadanos que saben como asumir su existencia y sus vicisitudes.
Tengo la impresión de que la eutanasia oficializada es, si cabe, mucho más sombría y detestable que la pena de muerte e intuyo que, dentro de algunos años, un agudo cineasta rodará una película tan buena como El Verdugo, de García Berlanga, también en clave de humor, para desterrar el mismo absurdo de una ejecución. El film, podría titularse... El Eutanugo, y disculpen por el precipitado neologismo.
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Su pronóstico era irreversible. Yacía en la cama, en estado preagónico, tras haber sido intervenido de un extenso tumor abdominal inextirpable, pero se hallaba consciente... muy consciente, y era evidente que aquella situación, por lo grotesca e indigna, no conducía más que a un lugar: a la muerte diferida a corto plazo. Así que en la soledad de su habitación, la otra cama vacía por las circunstancias del caso, decidimos acelerar su proceso final. Cargamos en una jeringa una dosis muy alta de meperidina y se la inyectamos en la vía venosa. No sucedió nada, nada de lo esperado. A los 2 minutos balbuceó con voz algo gangosa: “doctores, tengo ganas de beber agua fresca de la montaña”. Nosotros quedamos perplejos y algo abochornados por el fracaso de la medida, más bien con su intención. Éramos médicos bisoños, casi recién escudillados, y nuestros conocimientos de los límites farmacológicos de los mórficos todavía eran precarios. No sabíamos matar. Así que doblamos la dosis y volvimos a inyectarla. El enfermo entró en un sueño profundo, estertoroso, y en ese silencio, solo roto por sus lentas inspiraciones, salimos de la habitación. Aproximadamente a las dos horas, la enfermera nos llamó para certificar el fallecimiento. De esto hace más de treinta años, pero sigo recordándolo cíclicamente, ahora muy a menudo. Confío en que el presunto delito haya prescrito, o tal vez me tenga que enfrentar, por esta declaración, a un proceso judicial. Ni lo sé ni me importa. Lo que sí me importa es que muchos años después sigue la polémica sobre la eutanasia, y que ni la sociedad ni los gobiernos ni yo mismo hemos conseguido aclararnos todavía.
Algo hicieron aquellas dosis de meperidina por vía intravenosa, pero ni siquiera hoy tengo la certeza de que le provocasen directamente la muerte al paciente, o si falleció porque tenía que fallecer como punto final a su máximo estado de entropía, como diría un experto en biotermodinámica. Me he ido convenciendo, a lo largo de los años, de que los seres vivos somos extremadamente frágiles, de que vivimos como por casualidad. Ni creacionistas ni evolucionistas, en sus ideologías, tienen la clave de nada, porque cualquier tesis argumentada de nuestra existencia solo sirve como elemento definitorio, no como esclarecimiento del auténtico misterio de la vida. En las postrimerías del año 900 de nuestra Era, los milenaristas sobrecogieron con su Anticristo al mundo cristiano, en 1938 Orson Wells, desde la radio, asustó a Estados Unidos una noche con la guerra de los mundos, y ahora los pseudo profetas del ecologismo acojonan con el calentamiento climático y la desertización, amén de otras calamidades. Pero lo cierto es que calamidades siempre las ha habido, y falsos profetas también, nociones que se eluden cuando la idea es morbosamente atractiva y alimenta, equivocadamente, la transferencia de nuestras psicosis colectivas a un chivo expiatorio. Por situar las cosas... nuestra vida, en tiempo real, es menos que una gota de agua en todos los mares de nuestro planeta, pero se expande, egocéntricamente, como un absoluto sin dimensiones. ¿Saben que les digo?, que la posesión de la vida solo se rige por nuestro entorno más positivo, y por nada más. Cuando llegan las mal dadas, que siempre llegan, hay que apurar la copa y tratar de salir, exitus, con la mayor sencillez posible. Los médicos lo comprobamos a diario, sin llevarnos toda la emoción ajena a nuestras cabezas porque de lo contrario seríamos victimas de una depresión tan profunda que acabaría con nosotros en poco tiempo. Sabemos todos, médicos y no médicos, que hay que aliviar los sufrimientos del prójimo y los propios por instinto, como un pacto ontológico de primera magnitud aunque con criterio de oportunidad. Aliviar si, por supuesto, pero de ahí a secularizar normativas jurídicas, sin amplio consenso social, media nada menos que la mismísima conciencia de muchos ciudadanos.
Nunca se me ocurriría, a título personal, aparecer en un programa de televisión reclamando una supuesta muerte digna, es lo más grotesco que se puede hacer como última voluntad. Supongo que me las arreglaría para no sufrir, sin molestar demasiado a nadie, e incluso admito que recurriese a alguna forma de eutanasia, en familia, o con ayuda de amigos que no buscan protagonismo mediático. Me gustaría irme con el calor de seres humanos pero no en el rigor de una ley aprobada en un Parlamento que para nada representa la intimidad de todos y cada uno de los ciudadanos, al tratarse de algo más que trascendente: el fin de la existencia. En estas cuestiones no deberían entrar los sedicientes defensores del ser humano, laicos o religiosos, u oportunistas, los mismos que venden armas para la paz, o quienes se equivocan ex profeso en la interpretacion de los libros sagrados, o los que escriben trapacerías y venden pocos libros.
Abolida la pena de muerte, ¿vamos a tener una gracia de muerte?. Si va a ser así, que sean los mismos que dirimen estas cuestiones en el Poder Legislativo quienes designen a un probo funcionario que de muerte oficial a quienes lo soliciten en uso de sus derechos legales, vistos los preceptos pertinentes, y con la firma del Ministro de Justicia, pero que excluyan de esa tarea a cuantos concedemos más que filantropía a nuestros pacientes. Que asuman el peso ético y moral de una futura ley de eutanasia, que se mojen proveyendo de los medios materiales, y humanos, para la aplicación de dicha ley, y que también dejen tranquilos a la inmensa mayoría de los ciudadanos que saben como asumir su existencia y sus vicisitudes.
Tengo la impresión de que la eutanasia oficializada es, si cabe, mucho más sombría y detestable que la pena de muerte e intuyo que, dentro de algunos años, un agudo cineasta rodará una película tan buena como El Verdugo, de García Berlanga, también en clave de humor, para desterrar el mismo absurdo de una ejecución. El film, podría titularse... El Eutanugo, y disculpen por el precipitado neologismo.
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sábado, 22 de agosto de 2009
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