La foto corresponde a una intervención llevada a cabo por su padre, el Dr. José Molina Orosa, aquel gran personaje inmortalizado para siempre como hijo preclaro de la isla de Lanzarote, con calle a su nombre y escultura incluidas. Pero a quien yo conocí fue a su hijo, José Molina Aldana, también cirujano, también oriundo de Arrecife, también hombre irrepetible donde los haya aún sin los laureles egregios de su progenitor. Fue Pepe, Pepe Molina, uno de los seres más asequibles con los que dado en mi vida profesional, cualidad bastante escasa, y por tanto preciosa, entre los médicos. Lejos de los oropeles oficiales y de la insigne biografía paterna su gloria (distinta y peculiar) está en mi memoria. Me quedé con las ganas de darle un fuerte abrazo de despedida cuando abandoné Lanzarote en 1987 y, tal vez por ello, por esa deuda impagada hoy me he puesto a recordarlo.
Después de más de treinta años como único cirujano de la isla se quedó como jefe de cupo quirúrgico, fuera de la estructura orgánica hospitalaria, obviando así una carga innecesaria y farragosa en las `postrimerías de su ejercicio profesional. Treinta años de soledad son muchos años para un médico al servicio de la comunidad y, sobre todo, disipan cualquier atisbo de fútiles prosperidades dentro del sistema sanitario de la Administración. Eligió bien el rumbo por donde aterrizar después de un larguísimo vuelo cuajado de aventuras y tomó tierra suavemente en las sosegadas consultas de aquel tiempo, Ese caché que otorgan las vicisitudes repetidas le sirvió de mucho para renunciar sin sufrimiento al mando de un Servicio, y cuando le conocí, de inmediato, me percaté de estar ante un hombre feliz. Por siempre envidiaré ese rasgo tan evidente y contagioso que mostraba de disfrutar sus circunstancias aunque supuestamente había quedado relegado en última instancia del merecido premio. Era así, y todo ello lo catalizaba con humor y chispa inteligente.
A la gente brillante se la conoce antes por una sonrisa que por sus palabras, y de esa clase era Pepe. Tenia un porte señorial que irradiaba, sin parafernalias, unos gustos refinados. Estaba en muy buena posición económica, y había dado con la clave para gozar del soplo divino que otorga el éxito de su trabajo en durísimas condiciones y de lo humano, cuando se nace con la virtud de saber divertirse. Los testimonios de gente que había colaborado con él así lo refrendaban.
-Cuando le localizábamos, en la playa del Reducto, o en el club Naútico, o en el puerto volviendo de hacer esquí acuático, mandábamos un taxi y lo traíamos al hospital -me relataba un viejo celador de su tiempo-. Alguna vez que otra le tenía que meter en la ducha para "despejarlo" , hacerle un café, y... a operar.
La grandeza de su vida fue precisamente no tomársela con excesivo rigor. Así pudo resistir tantos años de aislamiento y resolver miles de casos mayoritariamente con éxito. Lanzarote era una tierra olvidada por entonces que casi solo constaba en los mapas, un planeta lejano del que apenas se sabia, por donde pocos pasaban, y quienes vivían allí tenían asumido el implacable orden natural como un designio inexorable. Contar con Pepe como cirujano había obrado un cambio profundo en su devenir, todo un milagro: salvar las vidas que hasta entonces eran segadas por una apendicitis, una perforación duodenal, o una hernia estrangulada. Nunca se le reconocerá lo suficiente y el tiempo, sin remedio, irá erosionando el recuerdo hasta hacerlo desaparecer, tal y como ha sucedido con miles de millones de gentes, anónimas y solidarias, durante miles y miles de años.
Su afición a los coches deportivos y a los viajes añadían un toque exquisito a su glamour personal, pero sobre todo una genuina ironía, que entre sonrisas transmitía, le hacían encantador, No creo que fuera rencoroso pero si finamente, muy finamente, crítico. Al referirse a quien había sido nombrado jefe de Servicio, un personaje nada encomiable que a la sazón era entonces mi jefe, Pepe me confesó en un bar cercano al hospital que a ese local su oponente nunca entraría. Muy extrañado le pregunté el por qué, y con media sonrisa me señaló un cartel escrito a mano y en mayúsculas que colgaba de la puerta como especialidad gastronómica: "SE ASAN PATAS DE CERDO".
Pepe.