viernes, 11 de enero de 2019

959



Supongo que el descomunal peso del tiempo puede con todo, y con todos, muy a pesar de que los  recuerdos le hagan frente en una desigual batalla. Eso sentí mientras  guardaba silencio ante el 959 en la fría pero soleada mañana de un día de enero. Mis esfuerzos por destapar el tarro de las mejores nostalgias apremiaban, pero me estaba costando demasiado y esa torpeza no hacía sino agravar las circunstancias. En ese tránsito al pasado un inexpugnable presente se interponía provisto de cruda y sosa realidad. El ayer aún existía pero se encontraba prisionero dentro de la íntangible botella de los recuerdos, imposible de descorchar, imposible de escanciar. Todo se había llenado de inexistencia para siempre y para poner letra a la triste música de lo imposible. Canciones de  desesperanza que todos tarareamos varias veces en nuestra vida.

Esa mañana se había borrado todo vestigio de romanticismo, de toda filigrana sentimental, y solo reinaba el adusto mandato del presente, Ningún atisbo de felicidad, ni siquiera de tímida misericordia frente a la horrenda vacuidad de quienes esperan la hora de la resurrección, como reza la inscripción cincelada en el frontispicio del recinto. Los muertos no esperan porque no tienen noción del tiempo, quienes esperamos somos los vivos pero solo mientras podemos esconder nuestra finitud,

En verdad allí nada había cambiado, todo estaba como siempre y para siempre, ni siquiera  el trasiego de entradas, diario y sucesivo, imponían cambios en la morada de la nada. Jamás sería distinto, ni aún cuando las máquinas de demolición, algún día, allanaren el terreno para construir un gran centro comercial en el futuro más remoto que uno sea capaz de imaginar, ni aún cuando nadie pueda ya constatar de que allí hubo un dormitorio colectivo para el sueño eterno, ni aún entonces nada habrá cambiado.  La nada nunca cambia. 

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