miércoles, 28 de noviembre de 2018

Un viejo amigo (e insólito)


Nos hemos citado en un bar próximo a donde nos vimos por última vez, hace dieciocho años. Mi amigo, Plinio (pseudónimo), es un ser especial. Muy especial  Aunque cae la tarde otoñal en esta inefable Barcelona desdibujada, turística y separatista, me percato de que el ritmo cardíaco de la ciudad apenas ha variado. Digamos que aunque el bar es distinto el ambiente sigue siendo el mismo y los transeúntes parecen repetidos. Allí está, me espera en la puerta de la cafetería con su impecable porte enajenado de siempre. Barba y pelo blancos, eso si.

De vez en cuando, para no perecer de monotonía,  hay que recurrir al surrealismo más conspicuo, daliniano,  ese que anda escondido y demodé pero impoluto en sus reglas y preceptos, es decir...irreal dentro de la más cruda realidad. La cosa, como veremos, tiene miga.

Plinio y yo fuimos al mismo colegio, compartimos las sacudidas eléctricas de la adolescencia y terminamos estudiando la misma carrera: Medicina. Fue en distintas Universidades,  de ahi que nos pasáramos muchos años sin apenas relación. Avatares vitales. De sus orígenes solo diré que su madre procedía de un pueblo del Empordá, y que su padre era todo un caballero de traje corbata y copa de Magno. La tramontana suele soplar también en los adentros, lo se por experiencia, por los veranos que pasé con él en el pueblo de su madre y por la mili que hice en el CIR número nueve, y azota la razón con sus furiosas ráfagas, de ahí que algo de castigo haya sufrido la bandera de su mente, que por cierto sigue flameando. Yo sabía que, una vez más, iba a una cita con lo insólito, Con él no hay otra opción. pero , al menos,  iba escuchar lo que ya no se le oye a nadie y, eso,  personalmente me interesa.

Tiene diez hijos y sesenta y siete nietos. No recuerda los nombres de todos ellos, pero les ama inmensamente a todos, Buen principio. Si, sesenta y siete nietos, No es una broma. Rememorando viejos tiempos, como dos abuelos cebolletas  (con esos datos yo cebolleta ,  él cebolla excelsa y reina de todas las cocinas), aparece (irrumpe) el  leit motiv de su patriarcado: es un hombre lleno de Fe que ha sembrado y recogido los frutos de un amor  difícil de comprender para mi pero tan auténtico como el propio destino sus descendientes. Todos, todos ellos, pertenecen a una Congregación católica que se ha radicado en diversos países de Europa. También estuvieron, como misioneros,  unos años en Sudamérica, pero regresaron cuando confirmaron que aquello no tenía arreglo posible. No cree en el Cielo, ni en la salvación, solo cree en el Amor de Jesucristo. Es, sin ambages, un fundamentalista genuino que ejerce y vive como tal, que solo hace explotar ese Amor, que se siente impuro y excesivamente afortunado en su vida, que no merece tanta felicidad como tiene, que denosta la vitriólica doctrina del Opus Dei y otras Ordenes religiosas parasitadas por los siete pecados capitales, que cumple malamente  con su deber, día a día, sin autoproclamarse ser nada ni nadie.

En la mesa contigua está sentada una mujer cuarentona con perrito lanudo incluido , bien vestida y de rictus económico alto, de esas que no paran de darle al teléfono móvil para whatsappear  comprar ropa y otra vez whatsappear y agregar foto de lo comprado, todo como una letanía. Cuando su sensorio se despeja fugazmente haciendo una pausa comercial escucha el monólogo de mi amigo y acto seguido, espantada como quien huye de un atentado terrorista, se cambia de sitio, pies en polvorosa, dos mesas más allá.

Finalmente, yo con la boca de mi amígdala cerebral abierta como un bobo de par en par, me revela que cuando era muy joven su objetivo vital no era otro que quedarse soltero y pegarse la gran vida. Mi viejo amigo. Insólito. Vivir para ver.



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