miércoles, 13 de febrero de 2019

Verano de 1975




Trato de conciliar aquel verano de 1975 pero me resulta imposible, cuando me llevaron a Madrid para cumplir el segundo ciclo del Servicio Militar. Probablemente fue una de mis circunstancias vitales más inéditas y perturbadoras de cuantas me han ocurrido, aunque no la peor. Yo debía estar, salvo por ese imperativo legal de mozo español, disfrutando de las bucólicas montañas que orillaban la frontera francesa entre paisajes románticos y verdecidos, pero la llamada de la Patria impuso inefablemente su mandato. Allí, en ese enclave de Naturaleza privilegiada, por entonces no se notaba la disidencia independentista, o al menos no se expresaba a cara descubierta y en los términos avasalladores actuales Era otro tiempo más silencioso en el que las hegemonías estaban concentradas muy lejos de esos pagos, precisamente en el sitio al que, el Ejército, me había destinado,

Después de un larguísimo y sofocante viaje en tren llegamos a Chamartín, ataviados de uniforme y cargando con el petate. Todo estaba organizado, eso sí, con tosquedad. Formamos en columna de a dos en el andén y de allí, a paso maniobra, nos hicieron subir en unos GMC descapotados, A mi se me antojó que aquello debía ser la misma sensación que experimentan las reses en su viaje al matadero, aunque nuestro destino era otro.  Cuando los cochambrosos camiones se pusieron en marcha, en riguroso convoy militar, comencé a observar con mucha sorpresa todo cuanto aparecía ante mis ojos ya que era la primera vez que veía Madrid. La noche era tórrida y los paseos y calles estaban abarrotados de gente sudorosa que aplacaba la sed en los veladores. La luz del crepúsculo llenaba de añiles el cielo de poniente satinando con sus reflejos los altos edificios y las copas de los frondosos árboles en la vía pública. Todo era nuevo para mí, dolorosamente desconocido pero solo hasta cierto punto, porque al fin comprobaba "in situ" la existencia y esencia de esa metrópolis tantas y tantas veces  referenciada y omnipresente.


Alcé  la vista y columbré lujosos áticos con terraza, iluminados y concurridos. Ricos. Muchos ricos. Había muchos ricos en aquel oasis meseteño que parecía tener de todo y más, hasta soldados de reemplazo servidores y patriotas. ¿Patriotas? Dejemoslo  en  reclutados. Estaba transitando la fortaleza del Poder Nacional que se me aparecía como un enclave hostil e inexpugnable, cuajado de una pléyade de elementos conspicuos y amenazantes  Miles, o algún que otro millón de almas, agazapados a la sombra de un árbol gigantesco que tocaba el cielo carmesí en aquella noche de verano. Ni mas ni menos había llegado, o mejor...me habían llevado forzosamente, al corazón mismo de la autoridad. ¡Cuan distinto olía ese aire oficial del de las plazas y calles de mi ciudad, de la dársena del puerto, o del Parque Güell!

He conocido, posteriormente, muchas capitales y debo reconocer que todas ellas, como rasgo en común, tienen un aire chulesco. Madrid, en ese sentido, no es muy distinto a Roma, Paris, o Viena. Tal vez, aquellas circunstancias de 1975 fueran muy especiales, concedido, pero debo afirmar que  esa noche sentí todo el influjo agobiante de una supremacía construida en derredor de que quien manda y firma, Al final surge siempre el mismo dilema: quien no sabe compartir acaba siendo asediado, y actualmente todo apunta que además será usurpado.

Ad neminem bona mens venit, quam mala. (A nadie le llegan las buenas intenciones antes que las malas) . Séneca.

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