Perteneció a la Orden de las
Mercedarias, María Luisa fue monja. Cuando uno tiene acceso directo a conocer,
de primera mano, sobre cualquier realidad puede considerarse un ser afortunado. Así, con ella, comprendí la profunda tragedia
de África y su cautiverio perpetuo, como el de un león atrapado en el fondo de
una trampa, desde donde, a pesar de la fuerza y el vigor, nunca se consigue
salir. Ella vivió cuarenta largos años en una Misión del Congo, antes Congo
Belga, luego Zaire, y de nuevo Congo.
Nos
dejó hace más de un año, un sábado de febrero, cuando tenía 83 años. Larga vida
para una mujer afanada en la Educación de un entorno hostil y peligroso, y
cruel. Me habló de la sinrazón hecha costumbre, de la fatalidad de las luchas
tribales, del efímero sueño traído por el colonialismo europeo, de la maleta
llena de medicamentos y útiles que le robaron mientras rezaba en la basílica de
San Pedro, de los interminables viajes en avión sin enlaces garantizados, y de
la bondad de mucha gente: el gran patrimonio de la esperanza. Falleció en Bérriz,
en la Casa conventual.
Supe
que las Mercedarias tienen entre sus Normas preceptivas la de poder
intercambiarse por un condenado a muerte, todo un escalofrío para mi mentalidad.
Supe que padecía unas fiebres cíclicas, con fuertes escalofríos, y en una
ocasión le extraje una muestra sanguínea para cultivo: no se detectó ningún
germen ni virus ni parásito. África es un inagotable misterio de Patología. Supe
que pasó miedo, privaciones, amenazas. Y supe que una vez le reconocieron, hace
pocos años, con nombres y apellidos en un largo prontuario de españolas y
españoles (laicos y religiosos) que dedican su altruismo al continente africano,
publicado por el periódico El Mundo. Cuando la localicé en el larguísimo
listado me emocioné. Allí, entre cientos de abnegados servidores, estaba ella,
con la grandeza de ser uno más, con el esplendor de la colectividad
bienhechora, sin subrayados, sin entrevistas, sin foto, con la gloria de la Humildad, la más elevada gloria.
Cuando enfermó, ya en España,
hicimos cuanto pudimos hasta que la progresión de su dolencia fue
incontrolable. Se fue también humildemente, sin gran penuria, en compañía de
sus hermanas religiosas, las que codo con codo dedicaron su vida entera a algo
grande: a ayudar a los seres humanos más necesitados, y por extensión a todos.
Incluyéndome a mí. Ahora, cuando recuerdo aquellas entrañables conversaciones, siento
como si repasara una lección magistral acerca de la trascendencia del ser
humano.
Cuanto nos queda por aprender de
María Luisa.
Un saludo desde Holanda y las gracias por tus palabras que has dejado en mi blog. He leído tus últimas entradas y reflexionado con lo que escribes sobre nuestro país, que está pasando esos malos momentos. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Pilar. Siempre es un placer leerte.
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