Ni
injusticia ni terror ni hambruna se ciernen sobre Catalunya desde la “pérfida
España”. Ninguna de esas fatalidades puede invocarse como causa de la rebeldía
secesionista, antes debería tenerse en cuenta que las realidades de la
Comunidad y del Estado comparten no solo historia común sino dinámicas
continuas en estos momentos, pero el envite separatista no es un farol. Del
pasado pueden hacerse análisis exhaustivos, pero con la Historia ocurre como
con las pompas de jabón, terminan por desaparecer por grandes que se hagan y
nos maravillen. En la Historia se suele recordar más lo malo que lo bueno, de
forma que no es en sí misma una herramienta imparcial. Riguroso y cierto es que
Doña Petronila y Ramón Berenguer IV se
desposaron en 1137 en Barbastro y nació
la Corona de Aragón, pero de ello solo queda físicamente una placa con la
inscripción en la plaza de la Candelera, a pocos metros de donde vivo en la
actualidad. Abandonemos la retórica histórica por aquello de que Tarraco
Imperial tampoco tiene nada que ver con las industrias petroquímicas, ni por
asomo las chimeneas flameantes de subproductos volátiles nos recuerdan los
pebeteros romanos del circo o del teatro. Al final resulta que lo único seguro
es el futuro. El presente instantáneo casi no existe. Y con el futuro no es
prudente engañar, para eso ya está el pasado. Tenemos una incidencia en el
horizonte: Catalunya se ha vuelto obsesivo-compulsiva.
Cuando
yo era niño ya existían personas separatistas, las recuerdo, y antes de que yo
naciera también, y dentro de muchos años seguirán existiendo. Esto forma parte
del tejido social de determinadas regiones del mundo, aunque el caso de
Catalunya es peculiar, y me explicaré. Hay en ella una cultura propia bien
definida, trabajada, auténtica, aunque tal vez no espectacular en los cánones
de la excelencia universal, sin rango de civilización. Y no obstante es para
sentirnos orgullosos en la medida en que su trascendencia ha entroncado y
habita la cultura española, secularmente. En otras palabras: el gran
reconocimiento de la cultura catalana y su primer mentor ha sido España, desde los
albores. En estas horas confusas algunos tratan de inutilizar el primer
patrimonio de su expresividad, y reducir un colosal bagaje de identidades
comunes. Estas gentes se equivocan en la ponderación de la dimensión
intelectual de su propio valor. Lo más juicioso, por amor a Catalunya, sería
expandirse con el impecable activo de su “hecho diferencial”, creciendo en
presencia donde hay lazos verdaderos. Deberían cambiar el odio especulativo por
la categoría del mérito, aliarse sin fisuras en un proyecto común en lugar de
despreciar símbolos y personas, sobre todo personas con similar dotación
genética. Deberían demostrar que su prestigio está por encima de los arrebatos
de políticos mediocres o inmersos en una angustia estamentaria permanente, esos que invocan Europa como la tierra prometida. Por cierto, Europa es como las becas Erasmus, no existen, son los padres..
Nunca
renunciaré a mi origen catalán, por muchos avatares que se den. A título personal siempre he estado
convencido de que Catalunya es imprescindible para España, como ésta lo es para
Catalunya. Que nadie se desmoralice, saldremos de esta, y saldremos juntos.
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