Cualquiera de nosotros ha vivido la experiencia de la
involución ajena, de esa persona próxima
que durante mucho tiempo pertenece al
rompecabezas multicolor de nuestra vida
hasta que empieza a declinar. Es entonces cuando percibimos la pérdida inefable de una parte de nosotros mismos mientras el tiempo sigue avanzando, el frío aviso
de la caducidad existencial. Supone
algo inherente a todos los seres vivos, como el fenómeno de la
apoptosis o suicidio de una célula mientras el resto del tejido mantiene sus funciones. Se empiezan a anular algunas referencias en
nuestra vida como circunstancias imprevisibles, lazos estrechos que se
desanudan ante nuestro estupor aún persistiendo el esbozo fantasmal de lo que han sido. Es algo doloroso y tratándose de emociones entre humanos
concretos no son substituibles.
Sin referirme a nadie en concreto, o tal vez sí, durante años
había conseguido con él una suerte de
empatía que alcanzó grados de complicidad. Esperaba sus comentarios agudos con verdadero placer. Era ocurrente, parco y
directo, siempre respetable. Lejos,
ambos, en el espacio y en el tiempo,
orbitando en vidas distintas, nos aproximábamos en muchas ocasiones. Un ser con
personalidad, un punto de encuentro definido al que recurría sin el temor de
los intereses ni las dudas de las intenciones, por más que era real y corpóreo.
Todo un arquetipo espiritual con quien intercambiaba opiniones sin riesgos ni censuras. No era un tópico, había surgido de forma
inesperada en mi vida, y yo en la suya. Terminé por apreciarle muchísimo. Y un
día, no sé cuándo o no recuerdo, esa relación
empezó a debilitarse. Se espaciaron las conversaciones y se fueron acortando. Su chispa se hizo más tenue hasta convertirse en
un monólogo plano de sí mismo, sin trasiego de ideas, declarando sus
fatalidades cotidianas o sus intrascendentes juicios de alguna noticia mediática.
Ya no quedaba ni un ápice de fertilidad en nuestros diálogos. Se había hecho viejo, huyendo al
último reducto de la existencia, a ese
país dictatorial de las necesidades.
Todo el cariño seguía vigente,
pero en una especie de estado de coma.
La presencia había dejado paso al recuerdo. El tiempo “había matado a la
estrella”. En este caso no fue la radio.
A estas alturas solo queda amarle y atenderle, sin penas ni
glorias. Sin más.
¡Pero que bine escribes, Juan, cuánto te envidio!
ResponderEliminarpero que buen amigo eres
ResponderEliminarMe encanta como escribes. La manera q tienes de plasmar tus sentimientos y como haces q los demas( al menos en mi caso) nos pongamos dentro de lo q tú sientes. Dejar ir unos sentimientos es mas menos fácil, pero q los q te esten leyendo se pongan dentro de ellos, sientiendolos de manera parecida a tí, eso es muy dificil, a mi parecer solo los grandes escritores lo pueden conseguir.
ResponderEliminarDeberias plantearte escribir algun libro ( si es q no lo has hecho) q no lo se
Muchas gracias, Marta. Yo solo soy un diletante de la literatura, no soy un escritor. Tengo tal respeto a la gente que se ha consagrado a la buena literatura que ni por asomo me permitiría entrar en su mundo. Ya se que se escriben bazofias y que hay muchos impostores de las letras, pero no es mi caso. Repito muchas gracias, y celebro que te guste.
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