Todo se acabó en Marvila, aquel martes lisboeta pasado por agua y por sol como un presagio exacto y fácil de interpretar. El tren me dejó lejos, en un arrabal absurdo desde el que se contemplaba el Tajo inmenso, y tuve que descender, volver en la dirección opuesta para dar con el barrio. Solitarias calles sin vida, viejos caserones entre ruines huertos urbanos, hasta llegar al Braço de Prata, convertido en un inerme edificio trasnochado, ajado, y abanderado por la estulticia municipal. A unas pocas manzanas, el restaurante que un periódico amarillista había recomendado (recientemente) como un hallazgo de oro en paño para el paladar y el bolsillo estaba cerrado, o abandonado, o al menos la pátina polvorienta de sus cristaleras y el mate reseco de su carta, expuesta a la entrada, así lo atestiguaban. Unos pasos más allá encontré el lugar al que me dirigía expresamente: el comercio de Abel Pereira Da Fonseca. Allí estaba, con toda su prestancia decimonónica, exhibiendo la pretérita grandeza vinícola. Fue un instante conmovedor, un regreso sereno a otros tiempos. En su "Amazem" las puertas estaban abiertas y de la penumbra surgió un menudo tabernero. Comprobé que, a esas horas de la mañana, no había cliente alguno en las mesas ni en la barra. Envuelto en los ecos silenciosos del bar pedí un café, pero el buen hombre me dijo que no era posible porque no había corriente y la máquina no funcionaba. Gustosamente me indicó la esquina donde si había uno de esos impersonales locales de consabidos desayunos, tan deleznable como vulgar. Y entonces decidí marcharme.
Mientras aguardaba un tranvía que nunca llegó, y cuya parada abandoné a los diez minutos, me quedé contemplando esa geometría circular tan poética que imponía el viejo edificio. Traté de imaginar aquellos cónclaves de fuerzas vivas portuguesas en ese lugar iniciático, aquellos años de claveles y literatura libertaria, pero mi interior no captó nada. Todo se lo habían llevado las tormentas fluviales y - ¡quién sabe!- si los mismos prohombres que cosecharon de esa clandestinidad una nueva vida mucho mejor remunerada. Al final Marvila me dejó como al último romántico extraviado en sus calles. Salí a la calzada urbana que discurre paralela a las riberas del estuario y esperé, con una dolorosa desazón de fracaso, que un determinado autobús me devolviese a la bulliciosa Baixa plagada de mercachifles turísticos.
Ese martes de febrero yo no sabia que aquel recorrido fallido por Marvila era síntesis y premonición de mis circunstancias. Ahora, instalado en el tedio del limbo vital, ahora cuando ya las advertencias se han consumado no puedo ni complacerme en su genuino esoterismo, ni por pasar al catálogo registrado de vidas anodinas
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