-Señora, o Señorita, creo que no me apetece conocer sus encantos a
estas alturas de la vida. Guárdelos para mejor pretendiente y para mejor
ocasión.
La palpitante, y expansiva,
esfera en la que se aloja nuestra vida un día termina por explotar, después de
haber incorporado montones de errores y vergüenzas a lo largo del tiempo. Es
nuestra biografía irrelevante la que va
cuajando un magma amorfo de circunstancias (yo ni les llamo vivencias),
basurillas que predominan ampliamente sobre los aciertos y bondades para
saturar ese continente que, de forma individual, nos ha otorgado el caos de la
Naturaleza. Estaremos de acuerdo en que la muerte es el mayor de los fracasos,
venga como venga. Parece que surgimos de
un proceso innecesario de existencia,
aunque nos hayan adoctrinado en el
sentido contrario, porque hay una duda irresoluble: ¿para qué?
El pequeño Ódena era un párvulo manso y frágil, feúcho, con la nariz
siempre llena de mocos, cuya madre gratificaba con golosinas a quienes lo
acompañábamos desde el colegio hasta su
casa, apenas a cien metros de distancia. Pero aquella insignificancia de
chaval, tan desgarbado y anodino como el que más, era un valor añadido por la
recompensa. Fue la primera incongruencia que conocí y probablemente la más
auténtica.
Bochornoso es el camino errático
de nuestros pasos y más adecuado habría
sido, en todo caso, permanecer siempre en el mismo lugar, como los árboles, sin
el suplicio de tener que andar de aquí para allá con el sino de tropezar y equivocarse tantas y tantas veces, de descubrir los
horrores, de ver lo proceloso que acompaña al movimiento, de sufrir el asalto
de los males ligados a estos cambios en el espacio y el tiempo. La vida,
aun aceptando que se halla encerrada en una esfera imperfecta, no goza
de los beneficios físicos de la curvidad, ni siquiera rueda mientras la
soportamos.
El aroma de los pinos al atardecer, en verano, embriagaba por aquel
entonces mis sentidos. Era la llamada implacable de la noche, la transición
hacia el telúrico poder de la atracción femenina. Con la noche llegaban los
sueños -y las ensoñaciones- que nunca se cumplían como una menuda puñalada a los deseos ardientes. Si trastornar la
lucidez del día no iba a servir para liberar el instinto en la noche insinuante
de placer cabía sospechar que esa
frustración reiterativa solo podía ser
obra de un maligno Caballero cruel y
envuelto en tinieblas: la Razón. En la verbena
deduzco ahora, se bailaba en conmemoración a la Nada. La irresistible
locura que anunciaba la resina y aseveraba el perfume de una adolescente abrazada al compás de la música encogía mi corazón, soliviantaba
mi alma, e insultaba a mi libido.
Tenemos la mala costumbre de creer demasiado en nosotros
mismos y bien sería mucho más útil practicar
el agnosticismo personal que nos librase de toda vanidad. Saberse
imprescindible (y sobre todo para uno mismo) es lo peor que puede hacerse. Cada
acto consciente de nuestra existencia, distinto de la respiración voluntaria,
suele convertirse en una estúpida declaración de orgullo que nos lleva a
malversar la realidad, ese único valor de curso legal que siempre nos acompaña en cada instante y al que denostamos, omitimos, o ninguneamos, con el propósito de
conjurar el miedo. No somos nadie. Quede
claro de una vez.
Escrito quedó en el
Eclesiastés: “Todo tiene su tiempo en la vida y cada cosa su momento bajo el
cielo”
No hay comentarios:
Publicar un comentario