lunes, 8 de enero de 2018

Instalado en el Píngrato



-Señora, o Señorita, creo que no me apetece conocer sus encantos a estas alturas de la vida. Guárdelos para mejor pretendiente y para mejor ocasión.

La palpitante, y expansiva, esfera en la que se aloja nuestra vida un día termina por explotar, después de haber incorporado montones de errores y vergüenzas a lo largo del tiempo. Es nuestra biografía irrelevante la  que va cuajando un magma amorfo de circunstancias (yo ni les llamo vivencias), basurillas que predominan ampliamente sobre los aciertos y bondades para saturar ese continente que, de forma individual, nos ha otorgado el caos de la Naturaleza. Estaremos de acuerdo en que la muerte es el mayor de los fracasos, venga como venga. Parece que  surgimos de un proceso  innecesario de existencia, aunque nos hayan  adoctrinado en el sentido contrario, porque hay una duda irresoluble: ¿para qué?

El pequeño Ódena era un párvulo manso y frágil, feúcho, con la nariz siempre llena de mocos, cuya madre gratificaba con golosinas a quienes lo acompañábamos desde el colegio hasta su  casa, apenas a cien metros de distancia. Pero aquella insignificancia de chaval, tan desgarbado y anodino como el que más, era un valor añadido por la recompensa. Fue la primera incongruencia que conocí y probablemente la más auténtica.

Bochornoso es el camino errático de nuestros pasos  y más adecuado habría sido, en todo caso, permanecer siempre en el mismo lugar, como los árboles, sin el suplicio de tener que andar de aquí para allá  con el sino de tropezar y equivocarse  tantas y tantas veces, de descubrir los horrores, de ver lo proceloso que acompaña al movimiento, de sufrir el asalto de los males ligados a estos cambios en el espacio y el tiempo.  La vida,  aun aceptando que se halla encerrada en una esfera imperfecta, no goza de los beneficios físicos de la curvidad, ni siquiera rueda mientras la soportamos.

El aroma de los pinos al atardecer, en verano, embriagaba por aquel entonces mis sentidos. Era la llamada implacable de la noche, la transición hacia el telúrico poder de la atracción femenina. Con la noche llegaban los sueños -y las ensoñaciones- que nunca se cumplían como una menuda puñalada  a los deseos ardientes. Si trastornar la lucidez del día no iba a servir para liberar el instinto en la noche insinuante de placer  cabía sospechar que esa frustración  reiterativa solo podía ser obra de un maligno Caballero  cruel y envuelto en tinieblas: la Razón. En la verbena  deduzco ahora, se bailaba en conmemoración a la Nada. La irresistible locura que anunciaba la resina y aseveraba el perfume de una adolescente  abrazada al compás  de la música encogía mi corazón, soliviantaba mi alma, e insultaba a mi libido.

Tenemos la mala costumbre de creer demasiado en nosotros mismos y bien sería mucho más útil practicar  el agnosticismo personal que nos librase de toda vanidad. Saberse imprescindible (y sobre todo para uno mismo) es lo peor que puede hacerse. Cada acto consciente de nuestra existencia, distinto de la respiración voluntaria, suele convertirse en una estúpida declaración de orgullo que nos lleva a malversar la realidad, ese único valor de curso legal que siempre nos acompaña en cada instante y al que denostamos, omitimos,  o ninguneamos, con el propósito de conjurar el miedo.  No somos nadie. Quede claro de una vez.

Escrito quedó en el Eclesiastés: “Todo tiene su tiempo en la vida y cada cosa su momento bajo el cielo”

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