lunes, 20 de noviembre de 2017

ipsissima verba



Mi gran admiración ha sido, desde  siempre, para esas personas que consiguen dar un sentido profundo a sus vidas, y cuando digo profundo no lo hago sinónimo de elevado, trascendente, o excelso  sino desligado de la popularidad personal o de su impacto social, admiración hacia quienes saben conformar un espíritu acorde  a lo que les toca vivir  alojando sus vivencias, sean de la índole que sean,  en una existencia firme por el mero hecho de poseerla, sin necesidad de calificarla, agradeciendo implícitamente el don de vivir en todo momento.

Lamentablemente yo no me encuentro entre ellos, al igual que  todos cuantos pagamos el sórdido peaje de la vacuidad y el tedio  a los tiempos inermes y a las horas perdidas, Me frustra contemplar la monotonía, o lo que yo entiendo por monotonía, provista de insolentes rutinas en el trasiego propio y en el observado a mi alrededor, cuando nada sugiere emoción alguna y todo se sume en estupor vital. No trato de injerir en lo que cada cual hace con su tiempo y mucho menos con sus acciones o inacciones en el día a día, tan solo describo el escenario que diviso desde mi butaca y que me hace envidiar, sanamente, a los agraciados con la virtud de vivir intensamente sus destinos. A ellos no les duele a inexpresividad de lo prosaico pero a mí, tal vez de forma patológica, sí. Ellos saben negociar con la hermosa simpleza de las cosas mientras que a mi esas mágicas monedas se me escapan por los bolsillos aunque, aparentemente, no estén rotos. 

En palabras exactas (ipsissima verba) la ausencia del sentido profundo de la existencia amarga la vida hasta límites insospechados. Ignoro si quienes saben dárselo son seres especiales o han sido tocados por una gracia misteriosa pero intuyo que además de admirables son felices. Gentes necesarias para un mundo necesario.

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