Ignoro si esta opereta separatista iba en serio o eran solo unas maniobras para llegado el momento. Eso se verá, el tiempo lo tiene que aclarar, pero lo sucedido deja mucho para reflexionar y exige un ejercicio de compromiso activo en torno al problema. Lo de aquí paz y después gloria no sirve en esta ocasión, porque el arbusto independentista solo está en su otoño cíclico, no ha muerto. Vendrán lluvias que lo harán reverdecer y esa es la cadencia. Lo de ahora ha sido una intentona, la tercera. A ver si a la cuarta va la vencida.
Resulta ocioso hacer historia, desde el fallido intento de Francesc Maciá en su ascenso al coll D'Ares (vertiente francesa) con un puñado de mercenarios para invadir Catalunya y bloqueado por los gendarmes a mitad de la ladera, pasando por el episodio deletéreo de Companys, hasta la tocata y fuga de Puigdemont tras proclamar la República más corta de las nunca han existido. Pero insisto en lo de analizar las circunstancias intrínsecas de este movimiento ilegal. Ilegal.
Corrigiendo judicialmente la rebelión no se restaura el orden, se castiga a los infractores del momento pero no a las ideas, que no son sujetos jurídicos ni tienen domicilio fiscal. Y las ideas siguen campando por sus respetos, cuasi imposibles de capturar salvo por otras ideas que tampoco visten togas. Algo se ha puesto de manifiesto, al respecto, en las últimas semanas cuando el clamor popular se ha levantado con banderas nacionales y autonómicas (sin estrella) y ha recorrido las calles de Barcelona. Una respuesta de intención, emocional, necesaria pero no suficiente.
La queja es, en democracia, como la llamada al timbre del vecino molesto pero no significa el cese de sus incómodos ruidos nocturnos. Para resolver el disturbio se requiere convencimiento, y solo convence quien detenta una mayor autoridad moral por encima de la legal. Decisivo ha resultado el amparo de España dentro de la Unión Europea frente a los secesionistas, un claro ejemplo de esa autoridad en el mayor proyecto político y económico del ámbito. Por ahora este blindaje ha resistido los tiros, pero la mejor solución es dotarse de uno propio, nacional y social. Cuando el Estado Español obtenga esa marca de solvencia y prestigio no existirá más secesionismo que en los cuentos de hadas. Para ello es menester que la ideología y sus resultados, en términos de cultura y progreso, mejoren en España. Hay muchos asuntos pendientes y mucho que hacer, no solo desde el Gobierno sino desde el tejido humano del país que deben ponerse manos a la obra sin la menor dilación. Ahora me viene a la memoria aquella etapa de los años sesenta en la que se alcanzó un bienestar impensable tan solo una década atrás. Por entonces, hasta en las más recónditas comarcas de Catalunya. se congenió abiertamente con España, con una España renovada capaz de dejar atrás la miseria y que hacía posible prosperar independientemente del sistema monolítico del Régimen.. Y en la Transición, el afecto de Catalunya por España creció mutuamente dentro de un Estado capaz de dar un paso de gigante con su magna Constitución. Así fue. Desde entonces se vive de rentas y, ya se sabe, quien no cuida el jardín acaba perdiendo las flores.
Más que hacer concesiones de autogobierno, presupuestar con liberalidad y enjuagar deudas, se necesita convencer con un liderazgo impecable, sin borrones, exhibir un país activo y prometedor, evidenciar la grandeza del esfuerzo común y unitario, producir avances en todos los órdenes.
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