Y al concluir la cena conmemorativa de antiguos alumnos, ya en la puerta del restaurante, decidí dar un paseo en dirección al mar. A estas alturas de la vida no seguía la velada con las copas de antaño, cuando aturdidos por la compulsión de bebernos la noche nos explayábamos entre trago y trago ejerciendo, probablemente, la potestad de la juventud. Ahora la pátina de las canas y de las arrugas, por más que disimuladas, serenaba toda excitación. Así que, solo, empecé a andar calle abajo en la cálida noche de junio. Luces y sombras al paso de aquel periplo extemporáneo e intuitivo. Barrio de Poble Nou.
Llegué a la altura del viejo cementerio, un camposanto engastado en la vecindad secular de casas, fábricas y talleres, y hasta de ropa tendida en los balcones de los aledaños. Allí reposaban mis antepasados, en uno de aquellos bloques de nichos tan ordenados por la divina gracia de lo funerario. Nostalgias. Me vino a la mente aquel día soleado de enero en el que de forma natural y solemne despedimos el duelo a las puertas del recinto, con un sol mediterráneo que borraba lágrimas y hacía brillar festivamente las palmeras. Muy cerca de la playa. Tan cerca del remoto origen de las especies. Sin embargo, esa noche, el lugar parecía dormido. Durmiente. Por vez primera estaba próximo a todos ellos sin protocolo, a escasos metros. Les mandé un abrazo y seguí por la acera hacia el mar.
Crucé el viaducto sobre la Ronda Litoral. Hacía calor y apenas soplaba la brisa húmeda de la ribera. No estábamos en verano todavía pero la densidad de la noche se notaba por doquier, volaban los insectos alrededor de las farolas y se oían algunas risas a lo lejos, entrecortadas por el zumbido de la circulación. Una pareja se achuchaba en el pretil del viaducto. Me acerqué en el trayecto sin prestarles demasiada atención. Uno debe permanecer ajeno a las pasiones ajenas, pero al rebasarlos comprobé que estaban fornicando en una extraña y disimulada postura. Apenas susurraban. Posaban fuertemente enlazados, como dos autómatas. Solo recuerdo el recogido moño de ella y las zapatillas deportivas de él. Todo lo demás lo obvié, por prudencia, o tal vez por respeto. Doscientos metros atrás descansaban los muertos. Debajo circulaban veloces los automóviles. Encima el firmamento lucía cuajado de estrellas. Me costó asimilar ese collage de emociones pero proseguí mi paseo hasta la playa sin hundirme en profundas reflexiones.
Caminé mientras contemplaba la concurrencia animada de los chiringuitos. La música, nada estridente, sonaba acompasando las voces y risas de una clientela que, muy relajada, libaba caipiriñas autóctonas y gin-tonics de garrafa, probablemente. Pero un cierto glamour, de medio pelo, flotaba en el aire perfumado de hibiscos y trazas de mar urbanizado. Más allá los top manta, como arcaicos buhoneros, exhibían sus mercancías de plástico, ojo avizor a la guardia urbana y pies engrasados para correr a lo plusmarquista si llegaban los maderos. Yo había recuperado las buenas vibraciones que volvían a fluir por el vórtice de la madrugada, hasta que unas luces destellantes de color naranja y otras azul platino me sobresaltaron. Había ocurrido algo al final de la avenida y esos fulgores bicolores lo anunciaban. Inequívocamente. Con la inercia de esa curiosidad insana que casi todos padecemos me aproximé aligerando el paso.
En el bordillo estaba sentado un superviviente de la heroína, en apariencia de unos cincuenta y muchos años, rodeado por una patrulla de los Mossos. No estaba herido sino detenido por haber atacado violentamente a la ambulancia. Le había roto los cristales con algún objeto contundente cuando venían a por él, acaso por una de esas llamadas anónimas y piadosas de los transeúntes que lo vieron enfermo. En efecto, su aspecto era deletéreo, demacrado y sucio, puro ejemplar del ejército de la miseria irreversible. Los agentes levantaban el atestado, los sanitarios, chalecos calabaza sobre sus uniformes, custodiaban su vehículo con la luna delantera destrozada como si de un choque con parte de declaración amistosa se tratara. Volví a sumirme en una especie pensamiento desangelado y busqué antecedentes en mi memoria, pero nada. No recordaba nada similar en mi vida.
Seguí por la dársena del Puerto Olímpico, pasando página del incidente. Hordas de jóvenes, y no tan jóvenes, transitaban alrededor de las discotecas y locales del puerto como en un gigantesco hormiguero que olía a marihuana y a perfume barato. Les observé con cierto detenimiento y vi la misma cara en todos ellos, la cara de la evasión. No era la de la diversión. Eran prófugos de un insondable aburrimiento cotidiano huyendo hacia unas cuevas sin salida que estaban a rebosar. Meciéndose en las aguas, los yates y embarcaciones de recreo parecían languidecer frente a ese trasiego tan poco marinero. Allí no había lobos de mar, tan solo tiburones de la noche y camellos en las esquinas. En ese momento debería haber concluido mi surrealista paseo pero ese insomnio veterano que a todas partes va conmigo aún me iba a deparar una coda estrambótica. Crucé entre las manadas de crestas con brillantina y tacones de aguja y entré el Gran Casino. Lo de Gran no correspondía a su grandeza.
Lo único estricto en los casinos de hoy en día es que no se puede fumar (salvo en una reducida zona donde se juegan las grandes sumas). Las apuestas y las indumentarias son al libre albedrío, eso sí, con fichas cambiadas por dinero de curso legal tras un chequeo electrónico que te deja con cara de bobo hasta el visto bueno. Me identifiqué a la entrada, pasando por un mostrador muy similar al de los aeropuertos con su recepcionista, que se lee tu documento de identidad y hasta se permite comentar las excelencias del vino de la tierra en la que vives. Una vez en la sala comprobé esa extraña maniobra de cambios de crupieres. Nunca he sabido el porqué exactamente. Desembarcados de algún carguero chino o coreano una caterva de tripulantes vestidos de forma desaseada apostaba sin cesar. Uno de ellos llevaba una camiseta negra con la marca de los Rolling Stones (una gran lengua sensual que parecía salirle del esternón) y comprendí que la estética en esos locales había muerto para siempre. Adiós a las corbatas y a las chaquetas. Lo demás eran gentes de Rumania, de la Catalunya profunda, y turistas ingleses. Nadie resultaba representativo. Solo un calvo, gordo y sudoroso, andaba como un poseso colocando fichas en cuatro mesas a la vez, dando órdenes a los jefes de mesa en una jerga casi incomprensible. Me pareció un esperpento de la ludopatía que corría de una mesa a otra como un desaliñado fondista rezagado. Luego me adentré en la zona de altas apuestas y vi como en 15 segundos se perdían veinte mil euros como una pompa de jabón que explota y desaparece en el suelo. Con poco rato tuve bastante. Cambié mis exiguas ganancias y abandoné el Casino.
A la salida seguía el enjambre de noctámbulos, si cabe con mayor afluencia. Iba a parar un taxi cuando un travesti, muy en su línea profesional, se acercó a mí y me dijo: ¿Quieres vicio? No supe ni que responderle, pero algo mascullé. Detuve un taxi y puse fin a un paseo nocturno ni siquiera peculiar, sino desesperanzadamente normal.
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