Al iniciar mi paseo sabatino, Garmin en la muñeca buscando satélites, un olor me ha retrotraído al pasado. Un olor. Yo no corro, camino rápido, que no es lo mismo. Será que no tengo la necesidad de descargar ansias vivas, o porque caminar a buen paso (a 6 km por hora) me equilibra con lo más natural: andar los caminos. Pero ha sido el olor, que partía de una Residencia a media mañana y se extendía por las calles y aledaños: el olor de la preparación de la comida. Desde una ignota cocina fluyen los aromas de la sopa y los sofritos, iguales a los de hace cincuenta años. Eso me ha parecido. Reconozco que un olor es difícil de describir con palabras, es como un sentimiento profundo, complicado de plasmar en unas líneas. Pero algo penetraba por mi pituitaria hasta el mismísimo almacén de los recuerdos devolviéndome a los tiempos del colegio. Durante aquellas mañanas interminables, los matices de cuanto se cocía invadían el aire, el cielo, y hasta el Universo. Era el trajín de las cocineras gordas y amables que preparaban para todos el yantar primordial del mediodía. Aquellas mañanas que cantaba entre versos Don Antonio Machado---"la España de charanga y pandereta, cerrado y sacristía,... ha de tener su infalible mañana y su poeta."
Loa años pasan como un misterioso viaje a ninguna parte, y en ese trasiego no cronometrado nos ha sido dada la capacidad de jugar con el muelle de la vida, eso si comprimiéndolo, tan solo comprimiéndolo, nunca estirándolo más allá de su última y máxima longitud. Pero al menos poseemos esa magia de dominar el pasado. El futuro se nos niega. Asuntos cuánticos, o sobrenaturales. O las dos cosas.
El olor entrañable que las refitoleras de la Residencia han liberado desde sus fogones, esta mañana, me ha hecho esbozar una sonrisa, Ya es algo.
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