Algo ha cambiado substancialmente en la percepción que
tenemos de los forasteros que nos visitan, los turistas. El sentimiento
generalizado ya no es el de grata sorpresa e incluso de admiración sino todo lo contrario. Ahora cunde el hastío contra esas hordas que invaden todos
los espacios de las ciudades, no solo los lugares de interés o emblemáticos, y
esa desazón crece sin parar hasta generar acciones de repulsa explícitas. Lo
estamos comprobando en los últimos meses aunque en verdad ya lleva fermentando
unos años. Todos cuantos habitan un territorio experimentan un
antropológico resorte tribal en mayor o menor grado, y aunque la
civilización moderna ha incluido en su ética contemporánea la aceptación de los
ajenos al sitio como turistas o transeúntes existe un dintel de tolerancia en
el alma común de los lugareños. Este fenómeno es real y se pone en franca
evidencia cuando se sobrepasan unos límites que amenazan con perturbar los usos
y costumbres de los nativos.
La cuestión no es baladí. Sin entrar en maniqueísmos
trasnochados reconozco que todos cuantos sobrepoblamos, como turistas, las
ciudades, de alguna manera estamos interfiriendo en su normal desenvolvimiento
cotidiano, aunque dejemos dinero con nuestra presencia. También, como no, lo
pecuniario se convierte en una variable a contemplar dentro del rechazo al foráneo.
Se trata, ni mas ni menos, que de un gran (o grandísimo ) negocio que sustenta
la economía de muchos Estados, como es el nuestro. Todas las grandes
fortunas, y el turismo lo es, generan controversia e insatisfacción en muchos ante la irregular distribución de las ganancias, y además, en este caso, se añade el enojo
de quienes sufren las consecuencias negativas sin participar (al menos directamente) de
los beneficios.
Con este panorama, que no tiene visos de moderarse ni
de reordenar la cuestión, el problema va a seguir creciendo. ¿Hasta dónde?
Tiene que aceptarse que la libre movilidad de las personas es un pleno
derecho al que no se puede renunciar ni puede impedirse, pero debe
conciliarse con cierta sobriedad personal. Ocio por ocio es uno de los males de
las sociedades occidentales y mejor es dejar ese bucle de aburrimiento
infestando pueblos y ciudades porque no solo de hacer turismo vive el
hombre.
Llenar espacios concebidos y diseñados para el solaz
descanso y el disfrute de unas vacaciones puede ser una opción válida, unos
días desvinculados de lo cotidiano para cambiar de aires y gozar de lo natural
(respetuosamente) o de lo artificial. Otra cosa bien distinta es invadir e
incluso pervertir la vida de los vecinos, abarrotar las instituciones
culturales o artísticas. alterar la paz ciudadana, o recorrer en tropel las
calles y plazas. La cuestión exige soluciones ponderadas, pero sobre todo
criterio cívico individual.
Me declaro en contra del turismo de masas. Prometo no
ir nunca a Nueva York (la he visto ya muchas veces desde mi casa) ¿Es eso
turismofobia?
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