jueves, 14 de septiembre de 2017

Turismofobia






Algo ha cambiado substancialmente en la percepción que tenemos  de los forasteros que nos visitan, los turistas. El sentimiento generalizado ya no es el de grata sorpresa e incluso de admiración  sino  todo lo contrario. Ahora cunde el hastío contra esas hordas que invaden todos los espacios de las ciudades, no solo los lugares de interés o emblemáticos, y esa desazón crece sin parar hasta generar acciones de repulsa explícitas. Lo estamos comprobando en los últimos meses aunque en verdad ya lleva fermentando unos años. Todos cuantos habitan  un territorio experimentan un antropológico  resorte tribal en mayor o menor grado, y aunque la civilización moderna ha incluido en su ética contemporánea la aceptación de los ajenos al sitio como turistas o transeúntes existe un dintel de tolerancia en el alma común de los lugareños. Este fenómeno es real y se pone en franca evidencia cuando se sobrepasan unos límites que amenazan con perturbar los usos y costumbres de los nativos.


La cuestión no es baladí. Sin entrar en maniqueísmos trasnochados reconozco que todos cuantos sobrepoblamos, como turistas, las ciudades, de alguna manera estamos interfiriendo en su normal desenvolvimiento cotidiano, aunque dejemos dinero con nuestra presencia. También, como no, lo pecuniario se convierte en una variable a contemplar dentro del rechazo al foráneo. Se trata, ni mas ni menos, que de un gran (o grandísimo ) negocio que sustenta la economía de muchos Estados, como es el nuestro. Todas las grandes fortunas, y el turismo lo es, generan controversia e insatisfacción en muchos ante la irregular distribución de las ganancias, y además, en este caso, se añade el enojo de quienes sufren las consecuencias negativas sin participar (al menos directamente) de los beneficios. 

Con este panorama, que no tiene visos de moderarse ni de reordenar la cuestión, el problema va a seguir creciendo. ¿Hasta dónde? Tiene que aceptarse que   la libre movilidad de las personas es un pleno derecho al que no se puede renunciar ni puede impedirse, pero  debe conciliarse con cierta sobriedad personal. Ocio por ocio es uno de los males de las sociedades occidentales y mejor es dejar ese bucle de aburrimiento infestando pueblos y ciudades porque no solo de hacer turismo vive el hombre.  

Llenar espacios concebidos y diseñados para el solaz descanso y el disfrute de unas vacaciones puede ser una opción válida, unos días desvinculados de lo cotidiano para cambiar de aires y gozar de lo natural (respetuosamente) o de lo artificial. Otra cosa bien distinta es invadir e incluso pervertir la vida de los vecinos, abarrotar las instituciones culturales o artísticas. alterar la paz ciudadana, o recorrer en tropel las calles y plazas. La cuestión exige soluciones ponderadas, pero sobre todo criterio cívico individual. 

Me declaro en contra del turismo de masas. Prometo no ir nunca a Nueva York (la he visto ya muchas veces desde mi casa) ¿Es eso turismofobia?


No hay comentarios:

Publicar un comentario