jueves, 2 de febrero de 2012

El asiento 59



Lo dramático de los cirujanos es que solo somos amigos para las ocasiones. Muy pocos han alcanzado una gloria imperecedera, solo unos pocos. Es el caso de Theodor Billroth, austríaco (1829-1894), padre de la Cirugía moderna. En aquella Viena del gran esplendor cultural fue sin duda el máximo exponente de la transformación técnica y científica de los procedimientos quirúrgicos, abordando la cirugía visceral con éxito y describiendo operaciones todavía vigentes en nuestros días como la resección gástrica, por ejemplo. El papel de Billroth en la historia de la Cirugía resultó decisivo ya que, además de innovador y pionero, fue un magnífico docente, dedicado a transmitir sus técnicas a alumnos y discípulos. Ha supuesto, quirúrgicamente, una figura irrepetible.

Nada sucede por casualidad. Entre los grandes amigos de Billrroth se encontraba Brahms, con quien pasaba muchas tardes ensayando las obras que el gran músico componía. Que a nadie se le escape este dato: dos genios unidos por la magia de la Música. Esos años fueron, sin duda, gloriosos.

En la fría mañana del 25 de enero me siento ante el cuadro de Adalbert Franz Seligmann en la cuarta planta del Museo Belvedere. Tras las cristaleras se columbra una soleada Viena. Observo cada detalle del cuadro, titulado Billroth operando. En el quirófano del Allemeinge Krankenhaus el maestro, rodeado de ayudantes, inicia la intervención. Todo el anfiteatro está ocupado por cirujanos venidos de todas partes para aprender la gran Cirugía. Pero hay un asiento vacío: el asiento 59. Al darme cuenta me invade una sensación extraña y misteriosa. Algo me susurra ese detalle, pero no lo descifro. Repaso con la mirada cada trazo del óleo sobre tela. Es muy auténtico hasta en la pose de morbidez del paciente. Me cuelo una fracción de segundo en el cuadro. Estoy en Viena, huele a ácido carbólico y frente a mi está el gran maestro. Empapo con una compresa la herida laparotómica mientras su bisturí abre la cavidad abdominal del paciente. Entonces levanto la vista y veo. Veo un asiento vacío, el número 59. Vuelvo al salón del Museo y disparo la cámara de mi teléfono móvil burlando la vigilancia que no permite tomar fotografías. Mi instantánea es muy borrosa, tal vez la imagen de un vertiginoso viaje de ida y vuelta al siglo XIX

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