Era cordobés, bien plantado, rubio, capaz de derrochar la manera de hacer divertida la vida cotidiana. Divertida, si, y contagiosamente divertida. El fue quien me enseñó a conducir en una
auto-escuela de barriada, exactamente en 1970. De aquellas semanas, y de la relación laboral que además tenía con mi padre, guardo buenos recuerdos, tan buenos que hoy, cuarenta años despues, y treinta desde su fallecimiento, me han venido a la cabeza inesperadamente. Es posible que, además de un excelente profesor de conducción, fuera una de esas personas que, sin apenas percibirlo, dejan impronta en la vida, uno más de los grandes anónimos cuya biografía, sin oropeles, resulta intensa y emocionante.
Guardia Marina, a bordo del Juan Sebastián Elcano, luego marino mercante surcando mares y oceános. Además, enamorado de la vida, seductor y padre de familia, plurimepleado, palabra certera, gracejo invariable, y...alcohólico. Alcohólico aceptado y jaleado. Eso le hizo perder la partida, la de la vida. Todo cabía en su apuesta figura, todo, hasta los sucesivos refrescos de brandy 103 con sifón. El esbelto navío de su personalidad tenía una via, no de agua, sino de alcohol. No prestó atención al percance, y una mañana de otoño se hundió en las ocuras aguas de lla Unidad de Cuidados Intensivos. Allí quedó, en el fondo arenoso del recuerdo. Dejó esposa y un hijo de diez años. Nada supe nunca más.
He quedado en deuda con él, me enseñó el arte de ja conducción, y mi visita al box de la UCI, a su cuerpo acribillado de catéteres, intubado, en coma inducido, no creo haya sido suficiente. Tal vez recordarlo sirva de algo, o tal vez no, pero cuando menos confío en que estas reflexiones se conviertan en una leve poesía a su memoria. Sentir es lo único que nos queda de cierto en la vida