Ha sido en la madrugada de este pasado domingo. Isabel Girón ha fallecido a sus cincuenta y tantos años, un óbito que ha caído como un inmenso jarro de agua fría sobre todos quienes la conocíamos, por lo inesperado y lo terrible que ello ha supuesto. No lo podíamos creer, pero la realidad ahí estaba, frente a su semblante bondadoso, su impecable sonrisa que transmitía admiración recíproca y de la que, sin embargo, ella era la gran merecedora. Siempre me han cautivado esas personas que nos muestran un afecto incondicional sin que sepamos, a ciencia cierta, las razones ponderables de su magnánima actitud hacia nosotros, e Isabel era una de ellas, una de las pocas que se te aparecen en la vida con esa deliciosa actitud. Lo común es dar con tacaños/tacañas de espíritu en nuestras relaciones cotidianas, cuando no con gentes adustas, y todo ello porqué, tal vez, nos paguen con nuestra propia moneda. Ella era diferente, ofrecía, regalaba su colaboración, y además nos lo agradecía. ¡Qué grandeza!
Hablar de Isabel, precisamente ahora, es reflexionar en medio de esta distopía a la que pertenecemos, y hacerlo con muy pocas esperanzas de evasión. Su ejemplo, maravilloso ejemplo, no nos cunde. Seguimos instalados en esas predeterminadas obcecaciones de nuestro cerebro reptiliano, sin apenas prestarnos a los demás, ocupándonos de un miserable "carpe diem" como único y estricto objetivo, sin importarnos un rábano todo aquello que no sacie nuestros apetitos diversos, y si puede ser gratis mejor. Muy al contrario, esa dedicación plena al cuidado de los demás, y a la pedagogía de las cosas sanas, fueran ancianos o niños, rompiendo el monótono tic-tac de un geriátrico con sus caricias o enseñando los primeros pasos del esquí a mocosos arremolinados en la nieve, habla por si misma de la belleza en estado puro. No nos debería de caber excusa para tratar de imitarla, máxime quienes hemos recibido sus dones en las vidas de nuestros hijos pequeños, pero no lo haremos. Seguiremos en nuestra vorágine tóxica de un hedonismo galopante y, la mayoría, poco a poco olvidaremos a Isabel y a su labor entregada. Somos así de impresentables. Mañana, o pasado mañana, regresaremos a esa sabana feroz del post-confinamiento para tratar de copular y devorar con las terrazas y bares, con las playas, con los grandes almacenes, con los estadios de fútbol, con los viajes en tropel a donde no se nos ha perdido nada. Mierda!
Y es que el Bien no está en los sermones, ni en la prosperidad malentendida, sino en personas como Isabel. Bravo por ti.
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