Me lo pregunto seriamente, porque el descalabro económico que se avecina con esta crisis pandémica parece estar ligado a la quiebra del turismo, bares y restaurantes. ¿Es así? Pues que fiasco tan humillante el percatarse de que vivimos de un monocultivo de servidumbres que, sin duda, es un negocio subsidiado por quienes compran placer. Me resulta casi obsceno haber llegado en algo más de medio siglo a depender del ocio, la gula y el alcoholismo para nuestro sostenimiento, abandonando aquellas actividades básicas e inmemoriales que históricamente nos permitieron ser una nación, como otras. Había quedado probado que incluso ante los avatares de la miseria sabíamos subsistir, sembrar y recoger, fabricar, vender. Pero un día se destapó la caja de pandora y alguien vislumbró que, sin darle mucho al coco ni tener que discurrir demasiado, se podía ganar dinero satisfaciendo a unos tropeles pudientes y deseosos de solazarse. Los campos se abandonaron, y las fábricas fueron cerrando. Las hordas de turistas proveían de pingües beneficios a cambio de cocinarles, servirles copas, limpiarles las habitaciones, y entretenerles ejerciendo de bufones. Fácil. Demasiado fácil. Se satisfacían así las nuevas demandas de los países ricos, los que aumentaban su capital emprendiendo retos tecnológicos e innovadores, currando el progreso en si mismo. Poderoso caballero es don dinero, y todavía más poderoso es don talento, del que no carecíamos pero al que renunciamos a cambio de la estulticia de un modus vivendi servil y campechano. Se enterraron definitivamente los restos mortales del ingenio que nos habían salvado en las peores circunstancias y , si se quiere, que nos permitieron muchos siglos atrás edificar un nuevo mundo. La renuncia al intelecto productivo ha cavado esta fosa tan profunda en la que reposamos los españoles, y de la que es muy difícil salir o, mejor dicho, imposible. Seguiremos mendigando a cambio de poco, arrodillados ante la iniquidad de quienes gobiernan el mundo, aguardando sus dádivas con ansiedad, porque nadie, ni mandatarios ni ciudadanos, aquí está dispuesto a ningún esfuerzo personal ni colectivo.
Seguiremos como sirvientes vituperados, y nuestras hieráticas rebeliones no amenazarán a ningún Señor sino a los propios remeros que somos, amarrados al duro banco de una galera asiática. Y ¿a quien le importa eso?. Arrojarán al mar los cadáveres de esos motines y los substituirán por nuevos convictos.
Qué grave error confundir la enjundia de los servidores con la insignificancia de los sirvientes.