Estaba haciendo tiempo para tomar el tren y di un paseo por los pasillos comerciales de la estación. El trasiego de gente no cesaba, pero resultaban tan amplios los espacios que era casi posible aislarse del mundanal ruido de los viajeros y plantarse frente a cualquiera de los numerosos escaparates. Así lo hice, frente a una inútil exposición de artilugios para el descorche de vinos que recordaba, vagamente, a un tosco arsenal quirúrgico aunque más coloreado y endeble. Cosas del " merchandising" (o cómo quiera que se escriba). Pijadas, en roman paladino.
Tras los gruesos cristales divisé a un hombre, ya entrado en años, que también curioseaba las mismas fruslerías que yo pero desde el interior de la tienda. Reparé en su aspecto y me hice una instantánea composición de él. Hombre muy vivido, rictus serio, indumentaria nada ostentosa pero consistente Lo observé un poco más. Triste. A saber de qué tipo de tristezas.
Inclinó su cabeza para fijarse en un estuche repleto de accesorios y se quedó inmóvil. Se diría que había encontrado el artículo que buscaba, pero no, volvió a desviar su mirada con cierta desazón. Sin duda era un hombre poco motivado, al menos para esos géneros tan cursis. Echó un ojo a su reloj con presteza y metió sus manos en los bolsillos, cómo si algo le apremiara. Le miré al rostro con disimulo y percibí una expresión de hastío tan profunda como la de un poeta que no encuentra la última palabra del último verso. Entonces sentí un escalofrío indescriptible.
Ese hombre era yo, reflejado en los taimados cristales del escaparate.