sábado, 17 de noviembre de 2012

Puertas pobladas




           
            Hace algunos años detecté, observando a las personas, una actitud atípica e incómoda que cíclicamente se produce según el estado de ánimo colectivo.  El hábito en cuestión es el de pararse a conversar en el dintel de las puertas impidiendo así el acceso de quienes quieren atravesarlo. Curioso. Dicho está que las puertas cerradas guardan pero las abiertas están para franquearlas y ejercer la libertad del tránsito. Me da que pensar esta observación antropológica, casi ritual, cuando los tiempos son difíciles. Por más espacio que exista a ambos lados de la puerta el grupo se sitúa en medio, obstaculizándola. En verdad no sé exactamente a que corresponde esta costumbre, ni cuáles son los vericuetos de dicha conducta, pero he constatado que se da en tiempos de regresión.  Lo óptimo es dejar el paso libre y expedito, útil a los movimientos y desplazamientos, y ahora sucede lo contrario. Enigmático
            He barruntado que cuando hay demasiada ociosidad, es el caso de nuestra sociedad, podría propiciarse el fenómeno. También  ser a causa de una exaltación del abuso de derecho a permanecer donde a uno le dé la gana. Tal vez por desconsideración hacia los que nada tienen que ver con el grupo congregado.  Incluso como mecanismo reivindicador de quienes obstruyen. A lo mejor por miedo a ser invadidos por enemigos que accedan a través del dintel. Si son cuestiones cavernarias no lo sé. Probablemente sea consecuencia de todo lo anterior en comjunto. Entonces vamos mal. Será que en el desespero colectivo emergen reacciones atávicas, ancestrales, esas que el filo de los siglos y su civilización fueron desbrozando poco a poco hasta presentar un código de buenas maneras y convivencia liso y universal. Pues ya vemos, que no, que vuelta atrás.
Esta observación de campo personal no tiene ningún rigor científico, cierto. Pero reparen en ello,  ya lo comprobarán. Algo significa.

domingo, 11 de noviembre de 2012

¿Y yo que haría?


  
 
              Me hago esta pregunta mientras reflexiono acerca de la “precaria” situación económica que padecemos. Todos estamos expuestos a quedarnos sin un céntimo, todos, así que conviene pensar en ello y planear soluciones.  Pediría ayuda. Conozco a bastantes personas que podrían hacerlo, pero intuyo que solo me darían excusas y poco más. Saldría a buscarme la vida, aunque los que, como yo, somos monotemáticos laboralmente dudo que consiguiéramos algo substancial. Ahora recuerdo una lejana conversación que mantuve hace muchos años en una taberna del puerto de Mahón con un vagabundo y que viene al caso.

                Mientras esperaba la apertura del consignatario de buques que había transportado mi coche,   entré a tomar un café en uno de esos novelescos bares que decoran las dársenas. Junto a mí, un desaliñado personaje vestido como un espantapájaros se tomaba una copa de gin, y solo eran las ocho de la mañana. No le faltaba osadía al caballero ya que a los cinco minutos estábamos conversando como tertulianos habituales, y quemando etapas  me sugería principios vitales prefilosóficos.  

Ustedes, los turistas, creen que lo que se gastan vale lo que disfrutan, pero están muy equivocados –sentenció con recochineo- La vida es más simple y barata. No hay que complicarla nunca. Si acaso, y discúlpeme, la vida es como el palo de un gallinero..

¿Cómo el palo de un gallinero? -inquirí sorprendido- ¿A qué se refiere?

Pues verá -repuso con cierta discreción-, es corta y llena mierda.

                Quedé atónito. Pensé que estaba algo majareta, pero había un misterioso aplomo en sus palabras. Apuró la copa  y se señaló con el dedo.

Yo no pago impuestos, tengo una sola muda, y mi DNI está caducado. No tengo prisas ni temo a nadie -dijo con soltura mientras rebuscaba una colilla en sus bolsillos- Ya lo ve, mi casa es el mundo.

                A pesar de su desaseado aspecto aquel no era un hombre cualquiera, sino alguien que sabía interpretar al dedillo su existencia  sin lamentarse de ella. Se despidió cortésmente y salió de la taberna.

                Si nos llega la ruina siempre podremos hacernos vagabundos. Juro que, aquel, desesperado no estaba, y nada poseía.