jueves, 22 de agosto de 2019

LA ESTACION















Mientras paseaba por la solitaria estación de T recordé aquel día lejano en que por primera vez pasé por allí una calurosa mañana de julio. Quince o veinte chavales, guiados por “el Cura”, íbamos de excursión a los imponentes lagos y montañas de la cordillera, y aunque nada o muy poco era reconocible en la vacuidad ferroviaria del lugar hice una pausa para reflexionar. Observé las vías, esas paralelas que las Matemáticas dicen que se cruzan en el infinito, y solo vi el lecho de modernas traviesas perdiéndose en la primera curva. No quedaba ningún vestigio de aquellos tiempos, salvo el edificio que había sido remozado y pintado con poco gusto y ninguna personalidad. Ni siquiera se produjo la llegada de un convoy, moderno e igualmente cochambroso, capaz de romper la absoluta soledad de aquellas horas postreras de la tarde, así que me puse a retroceder en mi mente y a escudriñar en la esencia del ayer, como un viejo más en su sobrevenida lentitud vital, tratando de pillar al vuelo pretéritas vivencias por si de algo sirviesen ahora y en estas circunstancias.

Repasé cada detalle de entonces, de aquel día y de los que  siguieron caminando por los agrestes senderos de los valles y las escarpadas cimas. No obtuve respuesta, nada permanecía con vida, el tiempo se había marchado para siempre. Era muy improbable, si, que algo se despertara después de tantos años, cincuenta y tres, y que una cuadrilla de adolescentes, comandados por un jesuita, hubieran dejado rastro en el aura intangible del espacio-tiempo de aquella estación que por entonces olía a carbón de coque. Reconocí que nadie podía atestiguar el verídico paso de todos nosotros escrutando con nuestros ojos el melancólico paisaje que se veía a través de las sucias ventanillas del tren. Era, mismamente, la ley del olvido de todo trasiego humano en su existencia, que ni a anécdota alcanzaba ni a un rincón distinguido en la memoria.  Tan solo el latido del corazón, aún vigente, daba fe del recuerdo.



En esas estaba cuando recapitulé sobre mi presencia allí tantos años después. Trabajo. Todo tenía explicación. No había vuelto dando tumbos, enajenado de nostalgia, a una perdida localidad rural en busca de consuelo y expiación. No. Había vuelto, misteriosamente, al trabajo y a allí. Las circunstancias, mi vida, mi deseo por retomar el oficio huyendo del insoportable ostracismo de la pasividad sufragada, daban las razones, pero algo mucho mas intrincado se escondía en la maleza espesa del destino. Traté de abrirme paso como pude y vislumbré algo que se movía. Espié con sigilo y por fin conseguí verlo.

De nuevo estaba solo, desconocido por completo en aquellas tierras y por sus gentes. Venía, otra vez del destierro, de los inefables finales tan amargos como crueles de los ciclos vitales. Volvía a un diminuto panorama, de sencillas personas, de precariedades, de soledades, de cósmica vida cotidiana. Volvía a empezar lo mismo, una vez más.

Saludé al enigma agazapado entre la maleza, qué aunque me miró fijamente nada me dijo, y abandoné la estación.