Mientras paseaba por la
solitaria estación de T recordé aquel día lejano en que por primera vez pasé
por allí una calurosa mañana de julio. Quince o veinte chavales, guiados por
“el Cura”, íbamos de excursión a los imponentes lagos y montañas de la cordillera,
y aunque nada o muy poco era reconocible en la vacuidad ferroviaria del lugar
hice una pausa para reflexionar. Observé las vías, esas paralelas que las
Matemáticas dicen que se cruzan en el infinito, y solo vi el lecho de modernas
traviesas perdiéndose en la primera curva. No quedaba ningún vestigio de
aquellos tiempos, salvo el edificio que había sido remozado y pintado con poco
gusto y ninguna personalidad. Ni siquiera se produjo la llegada de un convoy,
moderno e igualmente cochambroso, capaz de romper la absoluta soledad de
aquellas horas postreras de la tarde, así que me puse a retroceder en mi mente
y a escudriñar en la esencia del ayer, como un viejo más en su sobrevenida lentitud
vital, tratando de pillar al vuelo pretéritas vivencias por si de algo
sirviesen ahora y en estas circunstancias.
Repasé cada detalle de
entonces, de aquel día y de los que siguieron caminando por los agrestes senderos
de los valles y las escarpadas cimas. No obtuve respuesta, nada permanecía con
vida, el tiempo se había marchado para siempre. Era muy improbable, si, que
algo se despertara después de tantos años, cincuenta y tres, y que una
cuadrilla de adolescentes, comandados por un jesuita, hubieran dejado rastro en
el aura intangible del espacio-tiempo de aquella estación que por entonces olía
a carbón de coque. Reconocí que nadie podía atestiguar el verídico paso de
todos nosotros escrutando con nuestros ojos el melancólico paisaje que se veía
a través de las sucias ventanillas del tren. Era, mismamente, la ley del olvido
de todo trasiego humano en su existencia, que ni a anécdota alcanzaba ni a un
rincón distinguido en la memoria. Tan
solo el latido del corazón, aún vigente, daba fe del recuerdo.
En esas estaba cuando
recapitulé sobre mi presencia allí tantos años después. Trabajo. Todo tenía
explicación. No había vuelto dando tumbos, enajenado de nostalgia, a una
perdida localidad rural en busca de consuelo y expiación. No. Había vuelto,
misteriosamente, al trabajo y a allí. Las circunstancias, mi vida, mi deseo por
retomar el oficio huyendo del insoportable ostracismo de la pasividad
sufragada, daban las razones, pero algo mucho mas intrincado se escondía en la
maleza espesa del destino. Traté de abrirme paso como pude y vislumbré algo que
se movía. Espié con sigilo y por fin conseguí verlo.
De nuevo estaba solo,
desconocido por completo en aquellas tierras y por sus gentes. Venía, otra vez
del destierro, de los inefables finales tan amargos como crueles de los ciclos
vitales. Volvía a un diminuto panorama, de sencillas personas, de
precariedades, de soledades, de cósmica vida cotidiana. Volvía a empezar lo
mismo, una vez más.
Saludé al enigma agazapado
entre la maleza, qué aunque me miró fijamente nada me dijo, y abandoné la
estación.