lunes, 11 de febrero de 2013

Carta abierta a Benedicto XVI


 
 
 
Santidad: le hubiera pedido que sacara fuerzas de flaqueza,  y le habría exhortado a  que ante la enfermedad creciera su fe, que una renuncia no es nunca el camino del sucesor de San Pedro, que la vocación de Pastor espiritual es para siempre y hasta trasciende la muerte. Le habría susurrado que solo se pierde ante el abandono, que por angosto y difícil que sea el viaje de la vida mientras quede un ápice de convencimiento jamás se sufre derrota. Le habría estrechado mi mano anónima para transmitirle coraje, para recordarle que como las arenas de los mares y las estrellas del cielo,  muchos, muchísimos, han asumido la creencia más noble en el magisterio de la iluminación pontificia como guía de acercamiento a la verdad. Y aunque mis palabras nada cuenten en la inmensidad del Mundo me resisto a silenciarlas.

No soy ningún hermeneuta, y mis conocimientos religiosos son precarios, no soy litúrgicamente practicante, y albergo tanta duda sobrenatural como errores y faltas he cometido en mi vida. Pero soy cristiano, y para ello me bautizaron. Tengo el honor de estar sentado en la mesa de esta Comunidad que un Jesús de Nazaret fundó para que nos diésemos la esperanza de sentirnos seres de amor y paz. No es nada melifluo comprenderlo después del ejemplo absoluto, completo y total, de morir en una cruz perdonando a sus verdugos. Ante estos hechos no hay otra mirada que la que indicó en su agonía, mostrando el camino de la fe. Eso es el cristianismo: fe. No es premio celestial al morir, ni castigo infernal, no son dimensiones ni de gloria ni de tormento. El auténtico cristiano no espera un cielo ni una resurrección, solo posee la existencia en la oportunidad cósmica de nacer y hacer el mayor bien posible. Fe. Estamos glorificados por la estricta virtud de la vida. Ahí es donde su Santidad, con esta equivocada decisión, ha lastimado el corazón de la cristiandad. Dios aprieta, pero no ahoga. Debió tenerlo en cuenta.

Mi decepción es del todo mística, y tan terrenal que soy. Hoy he empezado a reconocer que la decadencia de las Iglesias, todas, ha sido el mal endémico del olvido de los principios. Platón tenía razón, “un instante después, toda idea sublime ya está degenerada”.