Santidad: le hubiera pedido que
sacara fuerzas de flaqueza, y le habría
exhortado a que ante la enfermedad
creciera su fe, que una renuncia no es nunca el camino del sucesor de San
Pedro, que la vocación de Pastor espiritual es para siempre y hasta trasciende
la muerte. Le habría susurrado que solo se pierde ante el abandono, que por
angosto y difícil que sea el viaje de la vida mientras quede un ápice de
convencimiento jamás se sufre derrota. Le habría estrechado mi mano anónima
para transmitirle coraje, para recordarle que como las arenas de los mares y
las estrellas del cielo, muchos,
muchísimos, han asumido la creencia más noble en el magisterio de la
iluminación pontificia como guía de acercamiento a la verdad. Y aunque mis
palabras nada cuenten en la inmensidad del Mundo me resisto a silenciarlas.
No soy ningún hermeneuta, y mis
conocimientos religiosos son precarios, no soy litúrgicamente practicante, y
albergo tanta duda sobrenatural como errores y faltas he cometido en mi vida. Pero
soy cristiano, y para ello me bautizaron. Tengo el honor de estar sentado en la
mesa de esta Comunidad que un Jesús de Nazaret fundó para que nos diésemos la
esperanza de sentirnos seres de amor y paz. No es nada melifluo comprenderlo
después del ejemplo absoluto, completo y total, de morir en una cruz perdonando
a sus verdugos. Ante estos hechos no hay otra mirada que la que indicó en su
agonía, mostrando el camino de la fe. Eso es el cristianismo: fe. No es premio
celestial al morir, ni castigo infernal, no son dimensiones ni de gloria ni de
tormento. El auténtico cristiano no espera un cielo ni una resurrección, solo
posee la existencia en la oportunidad cósmica de nacer y hacer el mayor bien
posible. Fe. Estamos glorificados por la estricta virtud de la vida. Ahí es
donde su Santidad, con esta equivocada decisión, ha lastimado el corazón de la
cristiandad. Dios aprieta, pero no ahoga. Debió tenerlo en cuenta.
Mi decepción es del todo mística,
y tan terrenal que soy. Hoy he empezado a reconocer que la decadencia de las
Iglesias, todas, ha sido el mal endémico del olvido de los principios. Platón
tenía razón, “un instante después, toda idea sublime ya está degenerada”.