lunes, 25 de junio de 2018

La noche de San Juan




Salí de casa ya entrada la noche de San Juan con el propósito de aspirar su esencia mágica y de paso...recordar. Los estruendos de los petardos, cercanos y lejanos, eran incesantes mientras en  el cielo de la ciudad los fuegos de artificio explotaban sin tregua, bella imagen aderezada con la prodigalidad de tanta pólvora. Recorrí calles abajo mi barrio  hasta llegar a Gracia, la Meca de las verbenas, y comprobé la inmortalidad de la Fiesta. Allí se mantenía el fuego de una tradición en todo su esplendor con su paisaje humano intacto. Me regocijé. Llegado a ese punto un torbellino de recuerdos apareció como un fantasma y se unió al bullicio y a las gentes que bebían y bailaban por las plazas y calles.

Allí estaba mi primera novia, Pilar, la entrañable morena de melena azabache y anchas caderas, Elías el taciturno de barba cerrada que organizaba guateques en domingos y fiestas de guardar, Pedro el instruido de porte inglés y dicción perfecta en castellano, Miguel el ser más educado de este mundo, los rockeros del grupo "Et Vinces"  (nombre genial para aquellos tiempos) colegas del barrio y currantes que ensayaban los domingos por la mañana, Cristina la chica buena pero fea que un día se marchó a vivir a Madrid para siempre,  Juan Jérónimo el apóstol  extraviado veinte siglos después, y Federico y una pléyade de caras perdidas para siempre (algunas pobladas de acné). Todos andaban conmigo por esas calles de fábricas textiles, talleres y tiendas de comestibles, cincuenta años después. No me asusté para nada. Ellos, y yo, habíamos vuelto retrocediendo la física cuántica al emporio del verano en la noche de San Juan.  Íbamos de verbena, de nuevo y juntos, como si el tempo cíclico pasara como un cometa orbitando el cielo iluminado por la pirotecnia. He de confesar que sentí una gran emoción porque les tuve a todos otro veintitrés de junio.

Terminé sentado en un velador de la Plaza del Sol mientras el DJ ponía el frenético "Black is black".  Al fin había podido regresar a la gloria del ayer y mezclarme con la alquimia mágica de esa noche aunque  lo hiciera como un fantasma invisible. Y qué más da.

Albergo la esperanza de que todos los pensamientos amables de los vivos no sean destruidos por la bioquímica enzimática del cerebro sino que pasen, en formato aún desconocido, a algún lugar (también aún desconocido) donde se guarden (y evolucionen) para siempre. Sería una lástima y una estulticia imperdonable de la Naturaleza que se borrasen. Amén.

lunes, 4 de junio de 2018

La Flecha Amarilla




Acabo de regresar del Camino de Santiago. Otro de esos tramos que hago periódicamente, tal vez el último, este que he concluido en Astorga, porque hace veinte y tantos años (y por dos veces)  ya lo recorrí de Astorga a Santiago. Ahí queda eso. Esta vez lo he hecho en solitario, como solitario se siente uno a medida que avanza la vida, e intuyo que no es por casualidad sino por una extraña percepción interior que impone sus designios sin pedirte opinión. Lo más relevante, ahora, no han sido las experiencias ni los seres del Camino, ni siquiera la evocación mística de lugares ni de los mismos cielos portentosos en esos páramos inmensos, sino la interpretación, a través del prosaicismo de andar y andar y de sufrir los dolores de los pies y de la espalda, de cada momento y cada lugar en clave vital, tanto personal como general.  Y me he puesto a descifrarlo en la medida de lo posible.

Cerca del fin de etapa, en una majada boscosa, vi la enésima flecha amarilla que indicaba la dirección a seguir. Detuve la marcha, le hice una foto y me senté a contemplar su significado. Por donde señalaba continuaba el Camino, era obvio. Dirigía al peregrino en la dirección correcta, hacia Santiago de Compostela o , cuando menos, en el rumbo certero. Y súbitamente apareció en mi cabeza otro icono: el lazo amarillo, el símbolo del independentismo catalán. Los lazos siempre acaban por oprimir, me dije, no son un gran acierto semiótico. Los lazos llegan a asfixiar si se aprietan demasiado. Los lazos subyugan, atan. capturan, inmovilizan. Encendí un pitillo y con la primera voluta que exhalé concluí que...hasta en eso se han equivocado en el afán de dar una imagen benigna de su "proceso". ¿Un lazo para pedir libertad? ¡Qué fallo simbólico más clamoroso!

Y entonces reanudé la marcha.

Señor Joaquim Torra, le sugiero que haga el Camino de Santiago con intención terapéutica curativa. Por esos senderos, veredas, arcenes de carreteras, calles, plazas, pistas y puentes, camina mucha gente de distintas nacionalidades, confesiones, intenciones, sentimientos y categorías, pero todos somos y nos sentimos iguales. Nos ayudamos, hablamos, reímos, sufrimos, gozamos. En ese peregrinar no hay más víboras que las zoológicas, a las que respetamos. Por esas tierras hay inmensidades solitarias yermas o cultivadas que permiten el paso de todos y cada uno de los peregrinos, libremente, sin barreras. En el Camino se hablan todos los idiomas, tantos como tengan  quienes lo andan, incluido el catalán. Nadie sabe quien es quien cuando comparte el pan o el vino, nadie tiene más que nadie, nadie pide tratos de favor por su origen o su condición.  Los lugareños no nos parecen monstruos informes  ni bestias carroñeras, nos acogen y nos dan lo que hay. Si alguien duda se le anima. Al pasar se pronuncian siempre las mismas palabras: "buen Camino".  No es cortesía, es amor al prójimo, a ese prójimo desprovisto de galones enfundado en sus botas y en su pesada mochila que se refleja en cada uno de nosotros mismos. Iguales. Entérese señor Torra: iguales.


Se lo recomiendo encarecidamente, de nuevo, haga el Camino, aunque no pase por Catalunya. Tal vez así se lavará, bajo la lluvia y el viento de Navarra, La Rioja, Castilla y León, ,y Galicia, de las deyecciones inoportunas que han manchado su cabeza.