sábado, 18 de febrero de 2012

LA ALEGÓRICA TRAVESIA DE LA GOLETA "VIRGEN DE LA ALEGRÌA"




Hacía tiempo que navegaban perdidos, desde el día en que las procelarias se pusieron a revolotear en la popa. Sin cartas marítimas en las encontrar su posición,el horizonte aparecía desierto día tras día, como una línea inmóvil que se curvaba al mirar uno de sus extremos. Ni el capitán tenía la más remota idea de en dónde se hallaban, por lo que se había limitado a ordenar racionamiento de agua y comida. Flotando en medio de una amenazante calma chicha la nave se movía lentamente al pairo en la desesperante monotonía de un mar desconocido.
Cuando zarparon reinaba un entusiasmo casi enfermizo en la empresa de llegar a una tierra vírgen que según algunos informadores, hombres de dudosa ventura y más dudosa credibilidad, tenía mucha abundancia de todo. Sobre todo de oro. Así fue por lo que avituallaron la goleta con fruición, cargándola de lo necesario y de mucho más, aportando una gran fortuna para lo que iba a ser el mejor negocio de la historia. Sin embargo, alguien les advirtió de los peligros, alguien cuyo discurso hacía hincapie en no ir más allá de las costas conocidas y tratar de comerciar allí con menos ambición y más presencia. Pero fue denostado, y el clamor popular ahogó su voz con un griterío burlesco.
Ahora todos los oficiales y gran parte de la marinería se sentían inquietos, desmoralizados. La esperanza de hallar tierra no iba a resolver su situación. Un islote les pondría a salvo de ser engullidos por el mar, pero el hambre y la sed les llevaría lentamente a la muerte, otra forma aún más dolorosa de sucumbir.
La mañana del 21 de noviembre avistaron un carabela al nornoroeste . Iniciaron la ciaboga con gran rapidez y pusieron proa a la embarcación. Al menos surgía la esperanza de seguirla y de comprarle víveres. La expectación era máxima en cubierta. A medida que se aproximaban crecía la euforia, cada braza era un consuelo y un júbilo. Pero al abarloarse toda la tripulación sintió el horror en su piel. En el mástil colgaba una cesta y no se observaba ningún movimiento a bordo. No quedaba nadie vivo en aquel barco, la carabela era un buque fantasma con un único ocupante. Frente al timón se encontraba recostado el cadáver de un oficial, y nadie más. Llenos de espanto iniciaron la maniobra de alejamiento. Soltaron los foques y el timonel viró a estribor. Entonces el costado de la goleta, tras un inesperado golpe de mar, colisionó con la proa de la carabela que quedó encajada entre sus cuadernas. Una vía de agua se abrió inundando la segunda bodega. Se ordenó, entre el pánico, zafarrancho. Toda la marinería se aprestó a achicar agua, pero la nave comenzó a escorarse. Nada se podía hacer, salvo seguir achicando, sin cesar.. Ensartadas las dos naves se fueron perdiendo en el horizonte. Rumbo nornoroeste.

domingo, 12 de febrero de 2012

TAPIES

Tapies, recientemente fallecido, no ha sido un pintor de mis preferencias. No lo era hasta que lo escuché explicarse en un programa "in memoriam" de Informe semanal. Su pintura, sin más aditamentos, parece una tomadura de pelo, pero no...hay un punto de autenticidad muy importante. No hablamos de un virtuoso del dibujo, ni de la perspectiva, ni de la armonía del color, sino de un dotado, intrínsicamente, de misticismo natural. Ahí está la cuestión. El alma.
Contemplando su obra se desgrana un mundo extraño y anárquico como posiblemente sea el mundo sobrenatural. Muchos han sido, a lo largo de la Historia, los que a título personal han accedido a esa experencia supramaterial, y lo han hecho de forma espontánea pero bajo el dominio de fuerzas poderosas: arte o religión. Son dos aspectos adquiridos e inherentes al ser humano desde que éste alcanza, misteriosamente, su condición de homo sapiens. Sin duda ambas surgen de una necesidad cosmológica y diferencial, e imprescindible para la evolución. No tengo reparos en admitir que los dos aspectos, juntos o separados, son la clave de la proyección intelectual del hombre.
Hace un par de semanas visité el Museo de la Historia del Arte en Viena. Alli, dentro de un inmenso palacio, tuve la oportunidad de confirmar lo trascendente del binomio Arte-Religión, mientras observaba unos sarcófagos egipcios expuestos. No era solo su policromía, era la razón por la que un culto pueblo primitivo se había volcado en la transmisión sensitiva del más allá. No era por un misterio gratuito, sino por la expresión de los nemes ancestrales obligados a superar la vasta visión cotidiana de un entorno desértico, es decir sin injerencias sensoriales del paisaje o de la escasa voluptuosidad social de aquel entonces. Puro misticismo.
Como Tapies.


jueves, 2 de febrero de 2012

El asiento 59



Lo dramático de los cirujanos es que solo somos amigos para las ocasiones. Muy pocos han alcanzado una gloria imperecedera, solo unos pocos. Es el caso de Theodor Billroth, austríaco (1829-1894), padre de la Cirugía moderna. En aquella Viena del gran esplendor cultural fue sin duda el máximo exponente de la transformación técnica y científica de los procedimientos quirúrgicos, abordando la cirugía visceral con éxito y describiendo operaciones todavía vigentes en nuestros días como la resección gástrica, por ejemplo. El papel de Billroth en la historia de la Cirugía resultó decisivo ya que, además de innovador y pionero, fue un magnífico docente, dedicado a transmitir sus técnicas a alumnos y discípulos. Ha supuesto, quirúrgicamente, una figura irrepetible.

Nada sucede por casualidad. Entre los grandes amigos de Billrroth se encontraba Brahms, con quien pasaba muchas tardes ensayando las obras que el gran músico componía. Que a nadie se le escape este dato: dos genios unidos por la magia de la Música. Esos años fueron, sin duda, gloriosos.

En la fría mañana del 25 de enero me siento ante el cuadro de Adalbert Franz Seligmann en la cuarta planta del Museo Belvedere. Tras las cristaleras se columbra una soleada Viena. Observo cada detalle del cuadro, titulado Billroth operando. En el quirófano del Allemeinge Krankenhaus el maestro, rodeado de ayudantes, inicia la intervención. Todo el anfiteatro está ocupado por cirujanos venidos de todas partes para aprender la gran Cirugía. Pero hay un asiento vacío: el asiento 59. Al darme cuenta me invade una sensación extraña y misteriosa. Algo me susurra ese detalle, pero no lo descifro. Repaso con la mirada cada trazo del óleo sobre tela. Es muy auténtico hasta en la pose de morbidez del paciente. Me cuelo una fracción de segundo en el cuadro. Estoy en Viena, huele a ácido carbólico y frente a mi está el gran maestro. Empapo con una compresa la herida laparotómica mientras su bisturí abre la cavidad abdominal del paciente. Entonces levanto la vista y veo. Veo un asiento vacío, el número 59. Vuelvo al salón del Museo y disparo la cámara de mi teléfono móvil burlando la vigilancia que no permite tomar fotografías. Mi instantánea es muy borrosa, tal vez la imagen de un vertiginoso viaje de ida y vuelta al siglo XIX